Celibidache y el honor de tocar a Bruckner en San Florián
La Misa Nº 3 en fa menor es, del conjunto de obras religiosas, y junto con el Te Deum, la más notable de las obras de Anton Bruckner. Fue durante el 6 y el 9 de marzo de 1990 cuando el genial director Sergiu Celibidache, uno de los mejores intérpretes del compositor que han sido, se instaló nada menos que en San Florián para interpretar con los solistas, y su Filarmónica de Munich, esta pieza. Los cantantes elegidos fueron Margaret Price (soprano), Doris Soffel (contralto), Peter Straka (tenor) y Matthias Hölle (bajo), quienes pusieron la voz junto al Coro Filarmónico de Munich.
Tocar en un lugar tan caro a la biografía de Bruckner, allí donde está instalado el órgano que él hizo célebre, fue lo que lo puso a Celibidache al frente de sus músicos para declamar una arenga también célebre: «¡Estamos cantando en San Florián! ¡No puede haber un honor más grande que éste!».
Los conciertos fueron rescatados por la EMI para su edición integral de las interpretaciones de Bruckner, en la etapa final de Celibidache en Munich. Aquí, el disco, un pequeño documental sobre los ensayos que derivaron en estas interpretaciones sin parangón, y una presentación de la obra, a cargo del musicólogo Stefano Russomanno.
Camino a las estrellas
>> STEFANO RUSSOMANNO
El éxito de la Misa en re menor contribuye a que el nombre de Bruckner llegara hasta los círculos musicales de Viena. En 1866, ultima su Primera sinfonía —o por lo menos la primera considerada digna de figurar en su catálogo oficial, puesto que ya había escrito dos— así como la Misa núm. 2 en mi menor. Es también una época de encuentros con compositores que habían marcado profundamente su estilo: Wagner en primer lugar, pero también Liszt y Berlioz. En la primavera de 1867, como consecuencia de una profunda depresión, ingresa en un sanatorio y muestra señales de «aritmomanía», una patológica obsesión por contar cualquier cosa: desde las hojas de los árboles hasta los compases de sus composiciones. Algunos meses más tarde, parcialmente recuperado de su enfermedad, se prepara para ocupar el puesto de profesor de Armonía y Contrapunto en el Conservatorio de Viena.
Es entonces cuando empieza a componer en Linz la Misa Nº 3 en fa menor. Aunque finalizada en septiembre de 1867, la obra tuvo que esperar hasta 1872 antes de ser estrenada. Como era habitual en él, Bruckner volvió a revisar la partitura en sucesivas ocasiones (1876, 1881, 1883, 1890). La plantilla definitiva incluye un cuarteto de solistas vocales, un coro mixto, orquesta con cuerdas, maderas a dos y un importante despliegue de metales (4 trompas, 2 trompetas, 3 trombones), además de timbales y órgano.
Es difícil sustraerse a la tentación de no ver en esta misa un eco de los recientes sufrimientos del compositor. Lejos del menor asomo de grandilocuencia, los compases iniciales del Kyrie dan muestra de un sorprendente intimismo. Un lirismo melancólico y velado impregna la conducta de las cuerdas y luego del coro, que se expresan por murmullos, como replegados en sí mismos, desarrollando por imitaciones un motivo descendente de cuatro notas. Las sucesivas invocaciones del Kyrie aportan poco a poco un creciente fervor, aunque dentro de dinámicas relativamente suaves. La sección central Christe posee un tono algo más caluroso: un destacado protagonismo tiene al principio el violín solo, cuya ornamentada línea se entremezcla con las intervenciones de los solistas vocales. El coro permanece al principio en un segundo plano, luego participa con creciente intensidad. La última sección Kyrie se mueve entre estados de ánimo ensimismados y otros vigorosos. Aunque en determinados momentos se alcanzan cumbres de notable intensidad, la pieza finaliza en el clima apagado del comienzo.
Otro aire se respira en el arranque jubiloso y ascendente del Gloria. Toda la primera parte es un enorme hervidero sonoro lleno de fervor y exaltación hasta llegar al «Qui tollis», donde el compositor recupera tonos introspectivos. El diseño ascendente de los violines acompaña las intervenciones —ahora afanosas— del coro. Maravilloso es el efecto cambiante que Bruckner logra sobre las palabras «miserere nobis».
El Gloria se termina con una impresionante y grandiosa fuga («in gloria Dei Patris») en donde voces e instrumentos despliegan todo su poderío. El compositor corona aquí el sueño romántico de una música contrapuntística con un pie en el pasado (Palestrina, Bach) y otro en el presente, cuya traducción sonora se alimenta de una robustez sonora sólo al alcance de las plantillas vocales e instrumentales de la segunda mitad del siglo XIX.
El Credo arranca con un fervoroso carácter afirmativo, marcado por golpes del timbal. Un acusado contraste marca la dulzura del amplio «Et incarnatus est», donde de nuevo el violín solista interviene en combinación con el tenor y la viola. A la voz del bajo es encomendado en cambio el «Crucifixus» que dialoga con el coro. El «Et resurrexit» revitaliza el discurso y tiende un gigantesco puente que desembocará, como ya había ocurrido en el Gloria, en una nueva fuga final de esplendoroso relieve. Siendo ésta la sección más amplia de la misa, Bruckner maneja su arquitectura con férreo control. Así, las palabras «Et in Spiritum Sanctum» retoman los compases iniciales del Credo. Las voces solistas tienen su momento de lucimiento en «qui locutus est per prophetas », episodio de estricta observancia polifónica, y reaparecen en los últimos compases antes del apoteósico cierre del tutti.
Al igual que el Kyrie, el arranque del Sanctus vuelve a sorprender por sus acentos delicados, mágicamente transfigurados por las irisaciones del acompañamiento orquestal. El estallido llega a las palabras «Dominus Deus Sabaoth» sobre vigorosos diseños de las cuerdas.
El «Hosanna in excelsis» es una página brillante, donde las invocaciones de la soprano son retomadas por el coro. Un oasis lírico representa el Benedictus, en donde Bruckner escoge el modo mayor. Un pasaje de esta sección será reutilizado por el compositor en el Adagio de su contemporánea Sinfonía Nº 2, lo que no hace sino confirmar la continuidad de fondo entre su producción sacra y sinfónica.
Tradicionalmente asociado con la expresión de un dolor interior, el Agnus Dei retoma el tono doliente e introvertido que había caracterizado ya el Kyrie, del que retoma el diseño descendente de cuatro notas en un contexto de intenso cromatismo armónico. Grandes contrastes de densidad –explosiones del tutti se alternan con pasajes A cappella– y de dinámicas vertebran esta última sección. La reaparición del sujeto de la fuga conclusiva del Gloria y del tema inicial del Credo otorga al Agnus Dei un papel de recapitulación de la Misa entera. Los compases finales finalizan la obra tal como se había abierto: en un silencioso murmullo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario