El ocaso de los dioses
El ocaso de los dioses, y también con libreto y música del propio Richard Wagner, es la cuarta de las cuatro óperas que componen el ciclo El anillo del nibelungo, y la tercera jornada del mismo, tras el prólogo que representa El oro del Rin, la primera jornada de La valquiria y la segunda de Sigfrido. Fue estrenada en el marco del primer Festival de Bayreuth el 17 de agosto de 1876, como parte de la primera producción completa del ciclo, y en el reparto estaban Georg Unger como Sigfrido, Eugen Gura como Gunther, Gustav Siehr como Hagen, Amalie Materna como Brunilda y Luise Jaide como Gutruna.
El ocaso de los dioses narra la historia de cómo el anillo maldito hecho con oro robado al Rin por el enano Alberich, perteneciente a la raza de los nibelungos, causa la muerte de Sigfrido, pero también la destrucción del Valhalla, la morada de los dioses, donde moraba Wotan.
El título en alemán, Götterdämmerung, es una traducción de Ragnarökr («destino de los dioses»), de la mitología nórdica o escandinava, que se refiere a la batalla del fin del mundo entre dioses y gigantes.
Sinopsis (tomada de Wagnermania y Wikipedia)
Fanfarria de Bayreuth 2008 para El ocaso de los dioses
Así como el omnipresente Rin, en su eterno fluir, recoge las aguas de las fuentes y los arroyos del bosque primigenio, en El ocaso de los dioses confluyen todos los conflictos, los anhelos y los dilemas de las jornadas anteriores. Con un prólogo y tres actos, esta ópera es en sí una tetralogía condensada.
Desde el principio, cuando las nornas nos dan cumplido relato de cuanto ha sucedido con anterioridad, hasta desembocar en el estado totalmente desordenado del mundo, se nos presenta una obra de dimensiones ciclópeas, con una presencia de la orquesta muy superior a las otras óperas del ciclo.
En El ocaso… se funden todos los motivos conductores de la tetralogía, pero también se concreta lo que exponía Wagner en el párrafo de Ópera y drama que presentamos al hablar de El oro del Rin: el sometimiento de la música al fin dramático. Estamos ante el drama musical absoluto.
El mal también se ha vuelto humano encarnado en Hagen. El hijo de Alberich, personaje tomado por Wagner de El cantar de los nibelungos, el terrorífico Hagen de Trónege el Destructor, es incapaz para el amor como para enfrentarse al héroe, lo suficientemente codicioso como para anhelar la posesión del anillo para sí mismo, lo bastante artero y cobarde para lancear por la espalda y causar la muerte de Sigfrido. Con Hagen se conoce la última de las dualidades enfrentadas de la tetralogía: el deseo de la propiedad egoísta y excluyente («con el anillo lo tengo todo para mí») contra la pureza del espíritu generoso.
La sola presencia de Hagen va pudriendo la existencia del entorno. De esa forma, tanto Sigfrido como Brunilda, que al principio han declarado su amor por encima de cualquier posesión material, caen, gracias a potentes narcóticos, atrapados en la tela de araña de maldad tejida por el hijo del nibelungo. Con la muerte de Sigfrido ya es patente el estado de caos absoluto en el mundo. Brunilda, al recuperar la conciencia cuando el cadáver de Sigfrido ofrece el anillo a su heredera legítima, pone las cosas en su sitio. Devuelve el oro al Rin y se incorpora a la pira en la que arde el Valhala. Es el fin. Los dioses han sido destruidos.
Ya comentamos que El ocaso… es la sublimación de la óptica de Wagner sobre el drama musical. Es, por lo tanto una ópera que, salvo contadas ocasiones, no ofrece momentos punteros en cuanto al canto se refiere. Es una obra declamada en lo canoro, pero en la que, gracias al magistral manejo de los motivos conductores, la melodía fluye en nuestros sentimientos de principio a fin. Lo que sin duda posee son unos insignes interludios orquestales, entre los que hay que destacar la impresionante marcha fúnebre, un corto pasaje de apenas 8 minutos aproximadamente que merece un estudio aparte.
Es en la escena final –de la inmolación– donde se condensan todas las emociones del inmenso ciclo. Es aquí, en una maravillosa página musical, donde se establece un pulso entre la voz de Brunilda y la orquesta a pleno rendimiento, con los bronces clamando desaforadamente, para mostrarnos la gran catástrofe: El ocaso de los dioses.
Prólogo
Las tres nornas, hijas de Erda, tejen la cuerda de oro del destino cantando el pasado, el presente y el futuro, y, horrorizadas, predicen la muerte de Sigfrido. De repente, la cuerda se les rompe. Lamentan la pérdida de su sabiduría, enmudecen y desaparecen.
El sol sale por el horizonte. El día es claro. Llegan Sigfrido armado y Brunilda, que sujeta por las bridas a su caballo Grane. La pareja intercambia juramentos de fidelidad. La valquiria le ha enseñado a su esposo las runas sagradas, le ha entregado todo su saber, le pide a cambio amor y fidelidad y le incita a que cumpla su destino heroico. Sigfrido, en prenda de su fidelidad y de su amor, le entrega el anillo que maldijo Alberich y que, para él, sólo vale lo que le costó conquistarlo. Brunilda, a su vez, le entrega su escudo y su caballo.
Después de un último abrazo, se separan. Y se empieza a escuchar, cada vez más lejano, el sonido del cuerno del héroe. Es el interludio orquestal, Viaje de Sigfrido del Rin.
Acto I
Gunther y Gutrune charlan con Hagen, su hermanastro materno e hijo a su vez de Alberich, quien les aconseja asegurar el futuro de la dinastía mediante dos matrimonios. Para Gunther, propone a Brunilda, la valquiria que duerme sobre una roca inaccesible, rodeada por una muralla de fuego. Pero Gunther no podrá franquear semejante obstáculo, sólo Sigfrido, el héroe que ha conquistado el tesoro de los nibelungos, puede lograrlo y, a la vez, casarse con Gutrune.
Ésta podrá conquistar su amor sirviéndose de un filtro mágico que le hará olvidar pasados juramentos y le convertirá en esclavo de quien se lo ofrezca.
Los hermanos esperan impacientes la llegada del héroe. En la lejanía se escuchan los ecos de un cuerno de caza, que anuncian, precisamente, la llegada de Sigfrido. Hagen reconoce al héroe. Gunther desciende a orillas del Rin para recibirlo y Gutrune se retira, emocionada, después de observarlo en la lejanía. Al desembarcar y preguntar a los dos hombres cuál de ellos es Gunther, ya que tiene noticia de su fama, le ofrece que escoja entre la lucha o la amistad. Éste se presenta y le ofrece alianza y fidelidad.
Hagen pregunta al héroe por el tesoro de los nibelungos, pero, él, que desdeña su inutilidad, confiesa que lo dejó abandonado en la cueva del dragón y que sólo tomó del él el yelmo mágico. El hijo de Alberich le desvela el poder del objeto, pero Sigfrido no le presta atención. También recuerda que tomó un anillo, pero que se lo dio, en prenda de amor y fidelidad, a una noble mujer. Entonces, llega Gutrune con una cuerna llena de bebida en la mano y se la presenta en señal de bienvenida.
Un segundo antes de apurarla, Sigfrido recuerda tiernamente a Brunilda y se jura no olvidar nunca su ardiente y fiel amor. Pero, cuando ya la ha bebido, cae bajo el hechizo del filtro: su pasión se enciende al mirar a la joven y, en ese mismo momento, se la pide a su hermano en matrimonio. Acto seguido, Sigfrido le pregunta a Gunther si ya ha elegido una esposa.
El hermano de Hagen le comenta lo difícil que le resulta conquistar a la mujer que ama, Brunilda, ya que está rodeada de fuego en una roca solitaria. Al oír el nombre de la valquiria, Sigfrido parece recordar algo, pero el poder del filtro ha causado su efecto y ofrece a Gunther conquistar por él a la mujer, a condición de que, en recompensa, le dé a Gutrune. Cubriéndose con el tarnhelm (el yelmo mágico), adoptará el aspecto del guibichungo y le traerá a la novia prometida.
Con un solemne juramento sellan su alianza bebiendo de una cuerna llena de vino fresco, en la que han vertido unas gotas de su propia sangre.
Ahora Brunilda es visitada por su hermana Waltraute, que relata cómo Wotan regresó de su peregrinación con su lanza rota. Él estaba consternado por haber perdido su lanza, ya que ésta poseía todos los tratados que había hecho, lo cual era todo lo que le daba poder. Entonces Wotan ordenó a sus héroes abatir el fresno del mundo y construir una hoguera en torno al Valhalla; desde entonces espera inmóvil la llegada del ocaso.
Waltraute pide a Brunilda que devuelva el anillo a las doncellas del Rin, ya que la maldición del anillo está afectando ahora a su padre, Wotan. Sin embargo Brunilda se niega a renunciar a la muestra de amor de Sigfrido. Entonces es cuando llega Sigfrido disfrazado de Gunther utilizando el tarnhelm (yelmo mágico), pidiendo como esposa a Brunilda. Aunque ésta se resiste violentamente, Sigfrido la vence, quitándole el anillo de su mano y colocándoselo en la suya.
Acto II
La noche es muy oscura. Hagen hace guardia frente al palacio; parece dormir, pero solamente está ensimismado. A instancias de su padre, Alberich, jura matar a Sigfrido y quitarle el anillo. Alberich se marcha al amanecer. Amanece en el Rin; por él llega Sigfrido, anunciando a Gutrune la noticia de que acaba de ganar a Brunilda para su hermano, y le cuenta a la joven cómo lo ha conseguido.
Escenografía de Josef Hoffmann para El ocaso de los dioses en el Festspielhaus de Bayreuth en su inauguración en la temporada de 1876
Hagen llama a los vasallos de su hermano, que acuden armados creyendo que su señor está en peligro; pero éste les calma: sólo se trata de dar la bienvenida a la esposa que Gunther ha conquistado con la ayuda de Sigfrido y de ofrecer sacrificios a los dioses para que les sean propicios, especialmente a Fricka.
Los vasallos de Gunther, contagiados por las alegres palabras de Hagen, habitualmente sombrío y hosco, se regocijan y juran proteger a su nueva soberana.
En una barca, llega Gunther junto a una triste Brunilda, quien se asombra de ver a Sigfrido. Entonces, la mujer ve el anillo en el dedo del héroe y le pregunta, violentamente, cómo ha llegado la joya hasta allí, ya que Gunther fue quien se la arrebató como símbolo de su unión. Ni el guibichungo, ni Sigfrido saben contestar a la pregunta de Brunilda. Hagen aprovecha el momento para acusar a este último de traición y empujar a la valquiria a la venganza.
Sigfrido jura solemnemente que no ha atentado contra el honor, y que el arma sobre la que está jurando sea precisamente la que acabe con su vida, si miente. Es la lanza de Hagen.
Brunilda, indignada, clama venganza contra el traidor y el perjuro. Mientras Sigfrido se aleja sólo preocupado por los encantos de Gutrune, la valquiria, rota de dolor, se pregunta de qué terrible sortilegio es víctima. Hagen se acerca a ella y se ofrece a vengarla. Pero ella sabe que fue precisamente su magia la que volvió invulnerable al héroe.
El hijo del nibelungo se reconoce inferior a Sigfrido en la lucha, pero sabe sonsacar a Brunilda un bien guardado secreto: estando segura de que el héroe nunca daría la espalda a un enemigo la dejó desprotegida; únicamente ése es su punto débil; sólo allí un golpe sería mortal.
Hagen toma buena nota y le cuenta a Gunther su propósito; pero el guibichungo no quiere traicionar a aquél que es su hermano de sangre. El hijo de Alberich intenta disipar sus escrúpulos recordándoles que la muerte de Sigfrido le convertiría en el dueño del anillo; pero Gunther sigue dudando, conmovido, ahora, por el dolor que podría sentir Gutrune.
Al escuchar el nombre de la mujer, Brunilda se une a Hagen, aunque Gunther se resiste. La caza, que deberá desarrollarse al día siguiente, será el pretexto perfecto; dirán que un jabalí lo atacó.
Mientras se trama la conjura, Sigfrido y Gutrune, acompañados por su cortejo nupcial, aparecen con la cabeza ornada por flores. Invitan a todos a imitarles. Gunther coge la mano de Brunilda y les sigue; pero Hagen permanece apartado, invoca a su padre Alberich y se jura ser muy pronto el dueño del anillo.
Acto III
A orillas del Rin, sus doncellas se lamentan de la pérdida del oro que, un día, iluminaba el fondo del río y le piden al sol que les envíe al héroe para que se lo devuelva. Entonces, se oye el cuerno de Sigfrido. Cuando éste llega al río, las doncellas emergen y le ofrecen encontrar el oso, del que acaba de perder el rastro, si les da el anillo que luce en su dedo, pero él rechaza la proposición.
Las doncellas se burlan de él y desaparecen bajo las aguas. Sigfrido casi está decidido a darles el anillo pero las tres hermanas, en este momento más serias y solemnes, le dicen que se quede con él hasta que comprenda la maldición de la que es portador.
También le advierten que morirá, como murió Fafner, si no les devuelve la joya. Pero el héroe no se deja impresionar con esas amenazas, y asegura a las hijas del Rin que les daría gustoso la sortija a cambio de su amor, pero nunca a causa de sus amenazas, ya que desconoce el miedo.
Ante la decisión del héroe, las tres hermanas renuncian a convencer al insensato que no ha sabido conservar ni apreciar el mayor bien que le había sido concedido: el amor de la valquiria y, sin embargo, se empeña en conservar el talismán que le traerá pronto la muerte. Ese mismo día, una orgullosa mujer heredará al welsungo, escuchará sus plegarias y les devolverá lo que es suyo.
Sigfrido se reúne con los cazadores, que incluyen a Gunther y Hagen. Mientras descansan, él les cuenta sus aventuras de su juventud. Hagen, a escondidas, vierte en su bebida un filtro que despierta sus recuerdos y Sigfrido recupera la memoria y cuenta, ante el asombro de Gunther, su odisea victoriosa en busca de Brunilda y la deliciosa recompensa que le esperaba. En ese momento, dos cuervos echan a volar desde un arbusto. Al preguntarle Hagen si entiende sus graznidos, se da la vuelta para observarlos y el hijo del Alberich le clava su lanza entre los hombros.
Gunther intenta impedirlo, pero ya es demasiado tarde. Sigfrido levanta su escudo para lanzarlo contra el traidor, pero le abandonan las fuerzas y cae al suelo mientras su cobarde asesino se aleja tranquilamente. Antes de morir, Sigfrido puede pronunciar un último adiós a la mujer amada, a la que sigue sin tener conciencia de haber traicionado y con cuyo recuerdo conforta sus últimos sufrimientos. Ya es de noche. Los vasallos alzan el cadáver de Sigfrido formando un cortejo para llevárselo.
Gutrune sale del palacio esperando, muy inquieta y llena de sombríos presentimientos, la vuelta de su esposo y de su hermano. Cuando está a punto de volver a entrar, la voz de Hagen la paraliza: los cazadores han regresado y, sin embargo, no se ha oído el cuerno de Sigfrido. Interroga al hijo del nibelungo que le dice que el héroe nunca más hará sonar su fanfarria puesto que ha muerto en una lucha con un jabalí furioso.
En ese momento llega el fúnebre cortejo. Los cazadores depositan el cadáver de Sigfrido en el medio de la sala; al verlo, Gutrune se desmaya de dolor y Gunther intenta aliviarla, pero ella le rechaza y le acusa del crimen de su esposo. Gunther, al disculparse, desvela la culpabilidad de Hagen, a quien maldice. Éste proclama con orgullo su acto y exige, como botín, el anillo que el héroe lleva en el dedo, pero Gunther le prohíbe tocar la herencia de su hermana.
Hagen le amenaza, ambos se baten y el hijo de Alberich mata a su hermanastro. Entonces se lanza sobre el cuerpo de Sigfrido para arrancarle el anillo, pero la mano del cadáver se levanta amenazadora, apretando la joya en su puño. Todos los que están allí se aterrorizan. Entonces aparece Brunilda. Avanza, serena y majestuosa. Ella, la mujer abandonada y traicionada por todos, viene a vengar al héroe cuya muerte no será nunca lo suficientemente llorada.
Después de haber contemplado el rostro de Sigfrido, Brunilda ordena a los vasallos que levanten una pira en la ribera del Rin para el cuerpo del héroe, con él irá Grane, su noble y fiel montura, y ella misma. Ordena a los vasallos llevar a la pira el cuerpo de Sigfrido, pero antes le quita el anillo del dedo y lo pone en el suyo. Ella se lo dejará en herencia a las hijas del Rin: que ellas vengan a rescatarlo de entre las cenizas, después de que el fuego lo haya purificado, anulando la maldición que cayó sobre todos los que lo poseyeron.
Ya con un antorcha en la mano, vuelve a mandar a los cuervos de Wotan a que le digan lo que está ocurriendo; después, que vuelen hasta la roca donde permaneció dormida y ordenen a Loge, que aún sigue allí, que vaya al Valhalla y abrase la morada de los dioses, ya que su fin ha llegado. Lanza su antorcha sobre la pira, los cuervos se echan a volar y desaparecen. Dos hombres traen a Grane y, después de quitarle las bridas, salta con él al fuego que consume a Sigfrido.
Las llamas empiezan a crecer. Las gentes del pueblo se dispersan, despavoridas. Cuando todo ha sido invadido por el fuego, las aguas del Rin empiezan a crecer, hasta invadir el lugar del incendio. Entre las olas y hasta los restos de la pira, llegan las hijas del Rin. Hagen se precipita como un loco a las aguas en busca del anillo, pero las doncellas lo sujetan y arrastran al fondo del río. Poco después, una de ellas sostiene, triunfal, la joya. Las doncellas empiezan a jugar con ella, mientras el Rin se retira, ya más calmado, hacia su cauce.
Desde las ruinas de la sala de los guibichungos, los hombres contemplan un rojizo resplandor que sube hasta el cielo. En el momento en el que brilla con mayor claridad, se ve la sala del Valhalla en la que dioses y héroes están sentados.
Cuando la sala desaparece entre las llamas, se escucha el motivo de la redención por el amor, que sonó por primera vez en el momento en el que la valquiria anunciara a Siglinda que esperaba un hijo de Sigmundo.
Momentos musicales de El ocaso de los diosesLas tres nornas, hijas de Erda, tejen la cuerda de oro del destino cantando el pasado, el presente y el futuro, y, horrorizadas, predicen la muerte de Sigfrido. De repente, la cuerda se les rompe. Lamentan la pérdida de su sabiduría, enmudecen y desaparecen.
El sol sale por el horizonte. El día es claro. Llegan Sigfrido armado y Brunilda, que sujeta por las bridas a su caballo Grane. La pareja intercambia juramentos de fidelidad. La valquiria le ha enseñado a su esposo las runas sagradas, le ha entregado todo su saber, le pide a cambio amor y fidelidad y le incita a que cumpla su destino heroico. Sigfrido, en prenda de su fidelidad y de su amor, le entrega el anillo que maldijo Alberich y que, para él, sólo vale lo que le costó conquistarlo. Brunilda, a su vez, le entrega su escudo y su caballo.
Después de un último abrazo, se separan. Y se empieza a escuchar, cada vez más lejano, el sonido del cuerno del héroe. Es el interludio orquestal, Viaje de Sigfrido del Rin.
Acto I
Gunther y Gutrune charlan con Hagen, su hermanastro materno e hijo a su vez de Alberich, quien les aconseja asegurar el futuro de la dinastía mediante dos matrimonios. Para Gunther, propone a Brunilda, la valquiria que duerme sobre una roca inaccesible, rodeada por una muralla de fuego. Pero Gunther no podrá franquear semejante obstáculo, sólo Sigfrido, el héroe que ha conquistado el tesoro de los nibelungos, puede lograrlo y, a la vez, casarse con Gutrune.
Ésta podrá conquistar su amor sirviéndose de un filtro mágico que le hará olvidar pasados juramentos y le convertirá en esclavo de quien se lo ofrezca.
Los hermanos esperan impacientes la llegada del héroe. En la lejanía se escuchan los ecos de un cuerno de caza, que anuncian, precisamente, la llegada de Sigfrido. Hagen reconoce al héroe. Gunther desciende a orillas del Rin para recibirlo y Gutrune se retira, emocionada, después de observarlo en la lejanía. Al desembarcar y preguntar a los dos hombres cuál de ellos es Gunther, ya que tiene noticia de su fama, le ofrece que escoja entre la lucha o la amistad. Éste se presenta y le ofrece alianza y fidelidad.
Hagen pregunta al héroe por el tesoro de los nibelungos, pero, él, que desdeña su inutilidad, confiesa que lo dejó abandonado en la cueva del dragón y que sólo tomó del él el yelmo mágico. El hijo de Alberich le desvela el poder del objeto, pero Sigfrido no le presta atención. También recuerda que tomó un anillo, pero que se lo dio, en prenda de amor y fidelidad, a una noble mujer. Entonces, llega Gutrune con una cuerna llena de bebida en la mano y se la presenta en señal de bienvenida.
Un segundo antes de apurarla, Sigfrido recuerda tiernamente a Brunilda y se jura no olvidar nunca su ardiente y fiel amor. Pero, cuando ya la ha bebido, cae bajo el hechizo del filtro: su pasión se enciende al mirar a la joven y, en ese mismo momento, se la pide a su hermano en matrimonio. Acto seguido, Sigfrido le pregunta a Gunther si ya ha elegido una esposa.
El hermano de Hagen le comenta lo difícil que le resulta conquistar a la mujer que ama, Brunilda, ya que está rodeada de fuego en una roca solitaria. Al oír el nombre de la valquiria, Sigfrido parece recordar algo, pero el poder del filtro ha causado su efecto y ofrece a Gunther conquistar por él a la mujer, a condición de que, en recompensa, le dé a Gutrune. Cubriéndose con el tarnhelm (el yelmo mágico), adoptará el aspecto del guibichungo y le traerá a la novia prometida.
Con un solemne juramento sellan su alianza bebiendo de una cuerna llena de vino fresco, en la que han vertido unas gotas de su propia sangre.
Ahora Brunilda es visitada por su hermana Waltraute, que relata cómo Wotan regresó de su peregrinación con su lanza rota. Él estaba consternado por haber perdido su lanza, ya que ésta poseía todos los tratados que había hecho, lo cual era todo lo que le daba poder. Entonces Wotan ordenó a sus héroes abatir el fresno del mundo y construir una hoguera en torno al Valhalla; desde entonces espera inmóvil la llegada del ocaso.
Waltraute pide a Brunilda que devuelva el anillo a las doncellas del Rin, ya que la maldición del anillo está afectando ahora a su padre, Wotan. Sin embargo Brunilda se niega a renunciar a la muestra de amor de Sigfrido. Entonces es cuando llega Sigfrido disfrazado de Gunther utilizando el tarnhelm (yelmo mágico), pidiendo como esposa a Brunilda. Aunque ésta se resiste violentamente, Sigfrido la vence, quitándole el anillo de su mano y colocándoselo en la suya.
Acto II
La noche es muy oscura. Hagen hace guardia frente al palacio; parece dormir, pero solamente está ensimismado. A instancias de su padre, Alberich, jura matar a Sigfrido y quitarle el anillo. Alberich se marcha al amanecer. Amanece en el Rin; por él llega Sigfrido, anunciando a Gutrune la noticia de que acaba de ganar a Brunilda para su hermano, y le cuenta a la joven cómo lo ha conseguido.
Escenografía de Josef Hoffmann para El ocaso de los dioses en el Festspielhaus de Bayreuth en su inauguración en la temporada de 1876
Los vasallos de Gunther, contagiados por las alegres palabras de Hagen, habitualmente sombrío y hosco, se regocijan y juran proteger a su nueva soberana.
En una barca, llega Gunther junto a una triste Brunilda, quien se asombra de ver a Sigfrido. Entonces, la mujer ve el anillo en el dedo del héroe y le pregunta, violentamente, cómo ha llegado la joya hasta allí, ya que Gunther fue quien se la arrebató como símbolo de su unión. Ni el guibichungo, ni Sigfrido saben contestar a la pregunta de Brunilda. Hagen aprovecha el momento para acusar a este último de traición y empujar a la valquiria a la venganza.
Sigfrido jura solemnemente que no ha atentado contra el honor, y que el arma sobre la que está jurando sea precisamente la que acabe con su vida, si miente. Es la lanza de Hagen.
Brunilda, indignada, clama venganza contra el traidor y el perjuro. Mientras Sigfrido se aleja sólo preocupado por los encantos de Gutrune, la valquiria, rota de dolor, se pregunta de qué terrible sortilegio es víctima. Hagen se acerca a ella y se ofrece a vengarla. Pero ella sabe que fue precisamente su magia la que volvió invulnerable al héroe.
El hijo del nibelungo se reconoce inferior a Sigfrido en la lucha, pero sabe sonsacar a Brunilda un bien guardado secreto: estando segura de que el héroe nunca daría la espalda a un enemigo la dejó desprotegida; únicamente ése es su punto débil; sólo allí un golpe sería mortal.
Hagen toma buena nota y le cuenta a Gunther su propósito; pero el guibichungo no quiere traicionar a aquél que es su hermano de sangre. El hijo de Alberich intenta disipar sus escrúpulos recordándoles que la muerte de Sigfrido le convertiría en el dueño del anillo; pero Gunther sigue dudando, conmovido, ahora, por el dolor que podría sentir Gutrune.
Al escuchar el nombre de la mujer, Brunilda se une a Hagen, aunque Gunther se resiste. La caza, que deberá desarrollarse al día siguiente, será el pretexto perfecto; dirán que un jabalí lo atacó.
Mientras se trama la conjura, Sigfrido y Gutrune, acompañados por su cortejo nupcial, aparecen con la cabeza ornada por flores. Invitan a todos a imitarles. Gunther coge la mano de Brunilda y les sigue; pero Hagen permanece apartado, invoca a su padre Alberich y se jura ser muy pronto el dueño del anillo.
Acto III
A orillas del Rin, sus doncellas se lamentan de la pérdida del oro que, un día, iluminaba el fondo del río y le piden al sol que les envíe al héroe para que se lo devuelva. Entonces, se oye el cuerno de Sigfrido. Cuando éste llega al río, las doncellas emergen y le ofrecen encontrar el oso, del que acaba de perder el rastro, si les da el anillo que luce en su dedo, pero él rechaza la proposición.
Las doncellas se burlan de él y desaparecen bajo las aguas. Sigfrido casi está decidido a darles el anillo pero las tres hermanas, en este momento más serias y solemnes, le dicen que se quede con él hasta que comprenda la maldición de la que es portador.
También le advierten que morirá, como murió Fafner, si no les devuelve la joya. Pero el héroe no se deja impresionar con esas amenazas, y asegura a las hijas del Rin que les daría gustoso la sortija a cambio de su amor, pero nunca a causa de sus amenazas, ya que desconoce el miedo.
Ante la decisión del héroe, las tres hermanas renuncian a convencer al insensato que no ha sabido conservar ni apreciar el mayor bien que le había sido concedido: el amor de la valquiria y, sin embargo, se empeña en conservar el talismán que le traerá pronto la muerte. Ese mismo día, una orgullosa mujer heredará al welsungo, escuchará sus plegarias y les devolverá lo que es suyo.
Sigfrido se reúne con los cazadores, que incluyen a Gunther y Hagen. Mientras descansan, él les cuenta sus aventuras de su juventud. Hagen, a escondidas, vierte en su bebida un filtro que despierta sus recuerdos y Sigfrido recupera la memoria y cuenta, ante el asombro de Gunther, su odisea victoriosa en busca de Brunilda y la deliciosa recompensa que le esperaba. En ese momento, dos cuervos echan a volar desde un arbusto. Al preguntarle Hagen si entiende sus graznidos, se da la vuelta para observarlos y el hijo del Alberich le clava su lanza entre los hombros.
Gunther intenta impedirlo, pero ya es demasiado tarde. Sigfrido levanta su escudo para lanzarlo contra el traidor, pero le abandonan las fuerzas y cae al suelo mientras su cobarde asesino se aleja tranquilamente. Antes de morir, Sigfrido puede pronunciar un último adiós a la mujer amada, a la que sigue sin tener conciencia de haber traicionado y con cuyo recuerdo conforta sus últimos sufrimientos. Ya es de noche. Los vasallos alzan el cadáver de Sigfrido formando un cortejo para llevárselo.
Gutrune sale del palacio esperando, muy inquieta y llena de sombríos presentimientos, la vuelta de su esposo y de su hermano. Cuando está a punto de volver a entrar, la voz de Hagen la paraliza: los cazadores han regresado y, sin embargo, no se ha oído el cuerno de Sigfrido. Interroga al hijo del nibelungo que le dice que el héroe nunca más hará sonar su fanfarria puesto que ha muerto en una lucha con un jabalí furioso.
En ese momento llega el fúnebre cortejo. Los cazadores depositan el cadáver de Sigfrido en el medio de la sala; al verlo, Gutrune se desmaya de dolor y Gunther intenta aliviarla, pero ella le rechaza y le acusa del crimen de su esposo. Gunther, al disculparse, desvela la culpabilidad de Hagen, a quien maldice. Éste proclama con orgullo su acto y exige, como botín, el anillo que el héroe lleva en el dedo, pero Gunther le prohíbe tocar la herencia de su hermana.
Hagen le amenaza, ambos se baten y el hijo de Alberich mata a su hermanastro. Entonces se lanza sobre el cuerpo de Sigfrido para arrancarle el anillo, pero la mano del cadáver se levanta amenazadora, apretando la joya en su puño. Todos los que están allí se aterrorizan. Entonces aparece Brunilda. Avanza, serena y majestuosa. Ella, la mujer abandonada y traicionada por todos, viene a vengar al héroe cuya muerte no será nunca lo suficientemente llorada.
Después de haber contemplado el rostro de Sigfrido, Brunilda ordena a los vasallos que levanten una pira en la ribera del Rin para el cuerpo del héroe, con él irá Grane, su noble y fiel montura, y ella misma. Ordena a los vasallos llevar a la pira el cuerpo de Sigfrido, pero antes le quita el anillo del dedo y lo pone en el suyo. Ella se lo dejará en herencia a las hijas del Rin: que ellas vengan a rescatarlo de entre las cenizas, después de que el fuego lo haya purificado, anulando la maldición que cayó sobre todos los que lo poseyeron.
Ya con un antorcha en la mano, vuelve a mandar a los cuervos de Wotan a que le digan lo que está ocurriendo; después, que vuelen hasta la roca donde permaneció dormida y ordenen a Loge, que aún sigue allí, que vaya al Valhalla y abrase la morada de los dioses, ya que su fin ha llegado. Lanza su antorcha sobre la pira, los cuervos se echan a volar y desaparecen. Dos hombres traen a Grane y, después de quitarle las bridas, salta con él al fuego que consume a Sigfrido.
Las llamas empiezan a crecer. Las gentes del pueblo se dispersan, despavoridas. Cuando todo ha sido invadido por el fuego, las aguas del Rin empiezan a crecer, hasta invadir el lugar del incendio. Entre las olas y hasta los restos de la pira, llegan las hijas del Rin. Hagen se precipita como un loco a las aguas en busca del anillo, pero las doncellas lo sujetan y arrastran al fondo del río. Poco después, una de ellas sostiene, triunfal, la joya. Las doncellas empiezan a jugar con ella, mientras el Rin se retira, ya más calmado, hacia su cauce.
Desde las ruinas de la sala de los guibichungos, los hombres contemplan un rojizo resplandor que sube hasta el cielo. En el momento en el que brilla con mayor claridad, se ve la sala del Valhalla en la que dioses y héroes están sentados.
Cuando la sala desaparece entre las llamas, se escucha el motivo de la redención por el amor, que sonó por primera vez en el momento en el que la valquiria anunciara a Siglinda que esperaba un hijo de Sigmundo.
Así como el omnipresente Rin, en su eterno fluir, recoge las aguas de las fuentes y los arroyos del bosque primigenio, en El ocaso de los dioses confluyen todos los conflictos, los anhelos y los dilemas de las jornadas anteriores. Con un prólogo y tres actos, esta ópera es en sí una tetralogía condensada.
Desde el principio, cuando las nornas nos dan cumplido relato de cuanto ha sucedido con anterioridad, hasta desembocar en el estado totalmente desordenado del mundo, se nos presenta una obra de dimensiones ciclópeas, con una presencia de la orquesta muy superior a las otras óperas del ciclo.
Richard Wagner
En El ocaso… se funden todos los motivos conductores de la tetralogía, pero también se concreta lo que exponía Wagner en el párrafo de Ópera y drama que presentamos al hablar de El oro del Rin: el sometimiento de la música al fin dramático. Estamos ante el drama musical absoluto.
El mal también se ha vuelto humano encarnado en Hagen. El hijo de Alberich, personaje tomado por Wagner de El cantar de los nibelungos, el terrorífico Hagen de Trónege el Destructor, es incapaz para el amor como para enfrentarse al héroe, lo suficientemente codicioso como para anhelar la posesión del anillo para sí mismo, lo bastante artero y cobarde para lancear por la espalda y causar la muerte de Sigfrido. Con Hagen se conoce la última de las dualidades enfrentadas de la tetralogía: el deseo de la propiedad egoísta y excluyente («con el anillo lo tengo todo para mí») contra la pureza del espíritu generoso.
La sola presencia de Hagen va pudriendo la existencia del entorno. De esa forma, tanto Sigfrido como Brunilda, que al principio han declarado su amor por encima de cualquier posesión material, caen, gracias a potentes narcóticos, atrapados en la tela de araña de maldad tejida por el hijo del nibelungo. Con la muerte de Sigfrido ya es patente el estado de caos absoluto en el mundo. Brunilda, al recuperar la conciencia cuando el cadáver de Sigfrido ofrece el anillo a su heredera legítima, pone las cosas en su sitio. Devuelve el oro al Rin y se incorpora a la pira en la que arde el Valhala. Es el fin. Los dioses han sido destruidos.
Ya comentamos que El ocaso… es la sublimación de la óptica de Wagner sobre el drama musical. Es, por lo tanto una ópera que, salvo contadas ocasiones, no ofrece momentos punteros en cuanto al canto se refiere. Es una obra declamada en lo canoro, pero en la que, gracias al magistral manejo de los motivos conductores, la melodía fluye en nuestros sentimientos de principio a fin. Lo que sin duda posee son unos insignes interludios orquestales, entre los que hay que destacar la impresionante marcha fúnebre, un corto pasaje de apenas 8 minutos aproximadamente que merece un estudio aparte.
Es en la escena final –de la inmolación– donde se condensan todas las emociones del inmenso ciclo. Es aquí, en una maravillosa página musical, donde se establece un pulso entre la voz de Brunilda y la orquesta a pleno rendimiento, con los bronces clamando desaforadamente, para mostrarnos la gran catástrofe: El ocaso de los dioses.
La versión ofrecida
Cerramos el ciclo con la grabación tomada el 17 de agosto de 1956 en el Bayreuther Festspielhaus con la Orquesta y coros del Festival de Bayreuth dirigidos por Hans Knappertsbusch y el siguiente elenco:Siegfried - Wolfgang Windgassen
Brünnhilde - Astrid Varnay
Gunther - Hermann Uhde
Hagen - Josef Greindl
Alberich - Gustav Neidlinger
Gutrune - Gré Brouwenstijn
Waltraute - Elisabeth Schärtel
Norn primera - Jean Madeira
Norn segunda - Maria von Ilosvay
Norn tercera - Astrid Varnay
Woglinde - Lore Wissmann
Wellgunde - Paula Lenchner
Flosshilde - Maria von Ilosvay
Bueno, y por este año esto es todo, pero no se olviden de Wagner. Seguro que nosotros estaremos aquí para recordárselos, y ya les anunciamos que el año que viene intentaremos estar aquí con otra versión de la Tetralogía a la altura de las circunstancias.
Aquí les esperamos.
¡Salud, paz, sonrisas y cordiales saludos!
Aquí les esperamos.
¡Salud, paz, sonrisas y cordiales saludos!
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ResponderEliminarDebería haberlo hecho antes, pero mi natural pereza me hizo esperar hasta el final de la serie para expresarles mi admiración y agradecimiento por todo el trabajo que se tomaron para llevarnos de la mano a través de esta inmensa obra.
ResponderEliminarFelicitaciones y muchas gracias a todos los blogueros, y en especial al León y al Gato.
¡BRAVO!¡BRAVÍSIMO!
ResponderEliminarFabuloso, enorme trabajo el de nuestros Gigantes, El Gato y El Léón, al que asistimos silenciosamente hasta el minuto final. Aplaudo a ambos de pie, con toda la admiración y el afecto que siento por los dos.
Mil gracias por compartir tan generosamente semejante fortuna de conocimiento.
¡Plac, plac, plac!
mara
El León y el Gato quieren darles las gracias en general por todas sus atenciones, y en particular al anfitrión, Don Fernando G. Toledo, por el magnífico trabajo de edición realizado.
ResponderEliminarSalud, paz, sonrisas y cordiales saludos.
El León y el Gato
Felinos: el agradecido soy yo, somos nosotros.
ResponderEliminarDe nuevo felicitaciones y agradecimiento por estos magníficos artículos sobre Wagner y su gran obra. No pude pasar antes por aquí porque esta semana era el Festspielhaus de Bayreuth y estuve falta de tiempo, aunque volveré a leerlos más de una vez, seguro...
ResponderEliminarSaludos de Brünnhilde... perdón, de Rosa
Felicidades a los amigos felinos por el trabajo realizado!!! No había yo querido escribir hasta leer el trabajo completo y ahora hago patente mi admiración.
ResponderEliminarEn lo particular, me gusta más la versión de Keilberth. Tal vez se deba a que el sonido de Testament es glorioso. Sin embargo, la versión de Knap es igualmente extraordinaria (aunque con sonido no tan bueno) y al menos por un buen de años poco viables ya no de superar sino de igualar.
Reciban mil saludos y congratulaciones por tan excelsa presentación.
Hola! Alguien aún escribe en este estupendo blog? Faltan discos de este anillo! Gracias de todas formas! :D
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