Mahler: discografía selecta. Lieder eines fahrenden Gesellen.
Henry-Louis de LaGrange, hablando de la Novena sinfonía de Mahler, contradice cierta opinión generalizada que ubica al gran sinfonista en el punto de partida de las vanguardias musicales del siglo XX. Según LaGrange hay en Mahler demasiados lazos con la época anterior —ese siglo XIX fecundo en imperios, revoluciones y música— como para sostener esa idea rigurosamente.
Quien hoy les escribe comparte dicho punto de vista. Gustav Mahler es, sin discusión, uno de los referentes mayores para la Segunda Escuela de Viena; pero no es parte de ella. Tampoco se puede decir que comparta la estética rupturista de esta última; la visionaria música de Mahler está herida por la nostalgia de un mundo en ocaso al que aún admira. Sin embargo, este incierto «domicilio espiritual» origina un rasgo característico: Mahler es un «compositor bisagra», cita de dos sensibilidades en contraste. La cohabitación de elementos dispares será la inspiración de su estilo agridulce, péndulo que oscila entre el desgarro, la tensión, el sarcasmo o la más rendida ternura.
Las Canciones para un camarada errante fueron escritas al comienzo de su trayectoria artística, cuando era sólo un muchacho (genial) que había iniciado tempranamente el camino de la desilusión. El Mahler juvenil se muestra cercano a Schubert, compositor que su profesor de piano, Epstein, le enseñara a querer. No es un hecho menor que los compañeros de estudios de nuestro compositor en el Conservatorio lo apodaran, justamente, «Schubert», por su inclinación a crear canciones. Un apodo no implica un juicio estilístico, pero a veces puede sugerirlo: ciertos giros armónicos del novel compositor parecen imitar el juego de modos mayor/menor que distingue la armonía schubertiana; además, las canciones se convertirán en la matriz de su creación, aunque hoy nuestra valoración mire más sus sinfonías. En efecto, Mahler fundirá el Lied con la forma sinfónica a un grado tal, que ambos géneros se entrelazarán íntimamente; a menudo sus canciones nutrirán las sinfonías, y a su vez el Lied será arropado con el extremado refinamiento de la orquesta posromántica.
Cuatro arquetipos
Las cuatro piezas compuestas entre 1884-85 a partir de poemas ajenos y propios bajo el nombre común de Canciones de un camarada errante, constituyen el primer ciclo formal del corpus mahleriano. La génesis concreta es tan sencilla como un amor juvenil frustrado. Él se llamaba Gustav Mahler y ella, Johanna Richter. Ella era una hermosa cantante de ojos azules en Kassel y él, el joven director del Karltheater en 1883. La relación acaba pronto y de manera abrupta. Entonces, el veinteañero maestro descubre la inspiración subyacente al infortunio; gestará un ciclo con canciones no de amor sino de pérdida, sentimiento unido a la contemplación de la naturaleza. Sin embargo, el Mahler juvenil permanece ajeno a ese entorno; habrá que esperar todavía para que sus sentimientos se fundan en el cosmos al modo panteísta de La canción de la tierra. La ambigüedad emocional que inhabita estas composiciones delata a un hombre de precoz complejidad, capaz de frases tan sorprendentes como «¡Ay, qué hermoso es el mundo!», inusitado lamento ante la belleza, a la cual reconoce arrebatadora pero por la cual no se deja arrebatar, y mediante la cual su dolor no se alivia.Otros arquetipos mahlerianos también se hacen presentes: la pérdida, la noche, la muerte. En la última canción el protagonista canta: «Un tilo se alzaba a un lado del camino, allí encontré por fin descanso al dormir… Y todo volvía a ser bueno». Emocionante, incluso tierna referencia a la muerte, donde se contiene la concepción de las sinfonías Segunda y Octava según la cual, al cruzar el umbral de este mundo, la bondad prevalecerá.
El Mahler de las canciones y el Mahler de las sinfonías se entrelazan continuamente, como dijimos. En el caso presente, y omitiendo la coincidencia de «cuatro canciones – cuatro movimientos», observaremos que la segunda pieza, Ging heut’ morgens, en re mayor, reaparece literalmente en el movimiento inicial de la Primera sinfonía, con la cual comparte además la tonalidad, mientras la cuarta canción, Los ojos azules de mi tesoro, aparece citada en el tercer movimiento de la misma obra.
El caminante
Dije al comienzo que Mahler es un «compositor bisagra», ubicado en la frontera de dos sensibilidades. El compositor de estas Canciones... evidencia sus lazos con la cosmovisión romántica, la cual ampliará progresivamente, pero de la cual retiene aquí la célebre figura del caminante.Podría decirse que durante todo el siglo del Romanticismo, un caminante recorrió el imaginario artístico centro-europeo. La estampa del hombre que deambula en medio de la naturaleza sin rumbo conocido —por ende, un caminante tanto como un vagabundo— quedó plasmada en grandes obras musicales de este período (los «Wanderer» de Schubert, para citar un solo ejemplo) y también literarias. Sucesivas generaciones artísticas se apropian del hombre sin domicilio, el errabundo, imagen de lo transitorio, desarmado ante las vicisitudes del camino (=la vida) y espectador que al mismo tiempo define y es definido por cuanto encuentra. Mahler toma esta figura para expresar desasosiego e incertidumbre. Así recoge la labor de grandes músicos precedentes, pues el «Camarada Errante» que canta su desventura y finalmente se duerme bajo un tilo, evoca con fuerza al caminante schubertiano de Viaje de invierno. Por fin, este Errante cobra una faceta aun más biográfica si miramos el origen hebreo del compositor, quien por ello se sintió siempre un apátrida.
En suma, la ambivalencia expresiva que caracteriza a nuestro músico —llena de contrastes, paradojas, giros súbitos hacia la tristeza o la alegría— encontró en el caminante un vehículo ideal para su propia representación.
Mis versiones
Estas canciones siempre me han cautivado. Tienen la propiedad de comunicar su estado emocional con fluidez. La línea melódica no se interrumpe como lo hará en las composiciones futuras, crispadas y beligerantes; requieren, por lo mismo, intérpretes capaces de amoldarse a esa capacidad sugestiva. En mi elección personal, por cierto difícil dada la abundancia de versiones, tomo como referencias a las tres siguientes:Dietrich Fischer-Dieskau con Wilhelm Furtwängler y la Filarmónica de Viena (1951).
Toda elección implica una omisión, pero tengo mis motivos para situar en primer lugar a Dietrich, Wilhelm y los vieneses. Problemas los hay, sin duda: la grabación data de 1951 y el sonido todavía está en desventaja frente a la era estéreo que comenzaría en poco tiempo más. Pertenece, pues, a esas grabaciones en las que la interpretación supera al sonido (hoy sucede, a veces, lo contrario…). Pero aquí coinciden tres intérpretes en un momento extraordinario: Fischer-Dieskau exhibe una voz pletórica (qué dominio e inteligencia para otorgar matices, y qué belleza tímbrica); la Filarmónica de Viena, ¡qué decir!, con el sonido y la aureola de siempre (para mí no dejará de ser la mejor orquesta del mundo); y como director ese mago llamado Wilhelm Furtwängler, cuya cercanía con los profesores de la orquesta invariablemente redundó en interpretaciones cálidas, afiatadas, memorables. Sin embargo… debo decir que el gran Furt llegó a sus cotas más altas en otro repertorio, y su Mahler no siempre es el mejor de cuantos tenemos. ¿Por qué entonces lo prefiero? «Cuestión de linaje». Furtwängler fue el exponente final de aquella escuela de dirección orquestal en que se educó y brilló Gustav Mahler. Hay una línea de nombres estelares (Bülow, Richter, Nikisch, Weingartner…) que llega a Furtwängler y nutre su propia originalidad. A su vez, la Filarmónica de Viena fue la orquesta de Mahler, y personalidades como la suya imprimen un estilo que perdura durante generaciones. Así, esta versión habla con propiedad el lenguaje mahleriano, posromántico, como pocas otras versiones podrían hacerlo igual.
Janet Baker con John Barbirolli y la Orquesta Hallé.
En cuanto a Janet Baker con Barbirolli, se descubre en ellos un trabajo en equipo extraordinario. El sonido de la grabación es excelente, y la dirección de Barbirolli, proclive a tempos holgados sin sacrificar fuerza ni tensión, extrae de la Orquesta Hallé un rendimiento ejemplar.
Baker, la musa de Britten, se distingue por una voz de belleza tímbrica asombrosa y una riqueza expresiva fascinante. Es para mí la versión que me rinde en base a dos argumentos: belleza sonora y musicalidad.
Mildred Miller con Bruno Walter y la Sinfónica Columbia.
Por fin, casi no hace falta explicar por qué Bruno Walter merece su lugar aquí. Junto a Furtwängler es uno de los mejores directores que haya existido, y además se formó junto al mismísimo Gustav Mahler, con lo cual se convierte en una autoridad dentro de este repertorio.
A diferencia de Furtwängler, sí podemos decir que Walter nos legó algunas de las mejores versiones mahlerianas que tenemos. Junto a la expresiva Mildred Miller estaremos disfrutando una lección de música que nos emociona y nos eleva.
Otras dos versiones más complementan las tres anteriores:
Janet Baker y Geoffrey Parsons. En la versión para voz y piano ésta es una referencia ineludible para todo el que quiera conocer las intenciones del compositor en estado puro, y luego evaluar la finura orquestal con que envolvió la parte vocal.
Hermann Prey junto a Bernard Haitink y la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Por su parte, el Concertgebouw es una orquesta cuya «tradición mahleriana» se remonta a los días de Mengelberg. Cada vez que este soberbio conjunto holandés –considerado el mejor del mundo por Gramophone el año pasado– aborda el repertorio del sinfonista bohemo, podemos estar seguros de asistir a interpretaciones de altísima factura, muy a menudo referenciales. Bernard Haitink es quizá el mejor director de orquesta vivo, miembro de una escuela artística no diluida en el «ajetreo global» de los artistas modernos. Su gran talento no ha hecho sino madurar con los años, y a través de su carrera nos pone en contacto con la historia de la interpretación orquestal durante el siglo XX. Junto a la voz redonda y bien timbrada de Prey, Haitink nos ofrece unas Canciones antológicas.
Dicho esto, amigos y amigas, sigamos los pasos reveladores de este caminante, el propio Mahler.
Magnífico post, mis más efusivas enhorabuenas para QUINOFF y FERNANDO.
ResponderEliminarNo osaré decir nada de la composición, perfectamente planteada y resuelta por nuestro autor. Tan solo quisiera sugerir y resaltar ya, a pesar de la juventud del compositor en este momento, el atrevimiento y riqueza de su paleta orquestal, que más adelante seguiría siendo una de las características de Mahler, y su libertad tonal, sus saltos son continuos, otra de sus peculiaridades. La relación entre esta serie y la Primera Sinfonía es más que notoria, pese a que el paseo haya abandonado la naturaleza y se desarrolle en medio de la ciudad.
Y qué placer sentimos al comprobar lo bien servido que está este ciclo con estupendas versiones. A las aquí propuestas, todas ellas excepcionales, para aquellas personas que quieran ampliar el espectro yo les recomendaría, por orden cronológico, las siguientes: Furtwängler con Fischer-Dieskau y la Philarmonia (EMI, 1952); Boult con Flagstadt y la Filarmónica de Viena (DECCA, 1957); Kubelik con Fischer-Dierskau y la Sinfónica de la Radio de Baviera (DG, 1968); Davis con Von Stade y la Filarmónica de Londres (SONY, 1978); y Boulez con Quasthoff y la Filarmónica de Viena (DG, 2003).
Para finalizar propondré un juego que el ordenador nos facilita, colóquense las canciones una a una en las tres versiones que nos regalan los anfitriones, y yo recomendaría escuchar primero la de Walter, después la de Furtwängler y por último la de Barbirolli, y compárense. Creo que la experiencia puede ser muy aleccionadora.
Reitero mis felicitaciones y agradecimientos a QUINOFF y FERNANDO.
Salud, paz, sonrisas y cordiales saludos.
Elgatosierra
Gracias, Gato, siempre muy atinados tus comentarios, que terminan convertidos en verdaderas apostillas muy valiosas para el artículo original.
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