Gustav Mahler y la Séptima Sinfonía.
Parte I: Historia, análisis y grabaciones pioneras
Si la Sexta sinfonía significa un punto de inflexión en la trayectoria profesional de Gustav Mahler, la Séptima significa definitivamente el anuncio de la entrada en una nueva centuria artística que no sólo significaría cambios radicales en la música sino en el resto de las artes, más o menos siguiendo un paralelismo.
La Séptima fue compuesta entre los veranos de 1904 y 1905. El estreno se llevó a cabo en Praga el 19 de septiembre de 1908, bajo la batuta del mismo compositor. Ya el Mahler que llega a este estreno es un artista consagrado y reconocido, tanto como director como compositor, y con seguidores y detractores casi en igual número. De igual modo es un hombre cansado, avejentado, con tormentos espirituales vividos y aún por vivir, resintiéndose de los primeros síntomas de una enfermedad que lo llevaría finalmente a la muerte, apenas tres años después.
La Sinfonía Nº 7 suele ser catalogada como la menos popular de todas las que compuso Mahler, por muchas razones entendibles que luego se explican. Sin embargo la importancia que tiene es de particular relevancia, pues muestra adelantos y audacias técnicas únicas que luego serán referencia para todos los compositores posrománticos centroeuropeos del siglo XX, desde los posrománticos tonales hasta los que constituyeron la II Escuela de Viena, trascendiendo luego a cualquier frontera.
Como casi siempre sucedía con la mayoría de sus estrenos, la Séptima fue recibida en general con hostilidad, y dicho rechazo se puede decir que se mantuvo hasta pasados los 50 años después de la muerte del compositor. La Séptima no sólo muestra nuevas estructuras y líneas en la manera de hacer música, sino que es la obra que muestra la más amplia gama de expresiones, el más alto grado de discontinuidad y la que refleja los conflictos más grandes, siendo su carácter tan autobiográfico como el de su antecesora, la Sinfonía Nº 6. En este sentido no sólo se llevan al terreno de la partitura los propios conflictos emocionales del compositor, sino el gran conflicto que significaba el cambio de siglo, con ruptura de modelos y paradigmas, la muerte de la cultura romántica del siglo XIX y los horrores existenciales y surrealistas inherentes al nuevo siglo.
La Séptima contiene entonces muy diversos escenarios, desde alegría y furor, pasando por ingenuidad angelical, hasta el extremo del terror y del desasosiego. La posteridad la conoce con el sobrenombre de «La Canción de la Noche», y la comparación se puede considerar válida, pues la música se pasea desde la oscuridad más grande de la noche, hasta la claridad de un nuevo amanecer. Entiéndase metafóricamente a esta oscuridad como la expresión de los momentos más negros del sentimiento, como la tragedia, el pesar y la desesperación.
En las sinfonías que anteceden a la Séptima, Mahler había pretendido más o menos mantener un tema de trasfondo o de representación, como era las diferentes facetas de la vida de un héroe, pero no un héroe straussiano, siempre glorioso y perfecto, sino por el contrario un héroe humano que en diversos escenarios era glorificado, muerto, resucitado, transfigurado, caído derrotado para ser finalmente desintegrado (en la Sexta). En la Séptima el contenido es mucho más abstracto y es difícil identificar los elementos filosóficos de sus predecesoras.
La obra, a diferencia de todos sus esfuerzos anteriores, mantiene una arquitectura general bastante simétrica y cíclica, con dos movimientos masivos y densos que se colocan a los extremos, y dos Nachtmusik (serenatas) intercalándose entre los mismos y el movimiento central que viene a ser el Scherzo. Mahler así da una respuesta a los formidables problemas de forma que nunca llegó a resolver del todo en la Sexta, donde a juicio de quien escribe, la misma en cuatro movimientos no es satisfactoria, pues ni el Andante ni el Scherzo colocados como segundo movimiento resultan satisfactorios en cuanto a continuidad y concordancia. Mahler logra resolver este problema en la Séptima de manera bastante satisfactoria estructurándola en estos cinco movimientos. El primer movimiento, probablemente el más difícil y complejo de toda la obra, así como impresionantemente orquestado, es una densa yuxtaposición de ritmos y estados de ánimo, en un modo que ya hemos escuchado en la masiva apertura de la Tercera sinfonía: comienza como una marcha fúnebre, que se superpone a pocos temas líricos, marchas militares, música de bandas de pueblo y pasajes negros y demoníacos que con cierto trasfondo bruckneriano no conllevan nunca a una verdadera resolución, la cual más bien se va desarrollando a medida que siguen los siguientes movimientos del ciclo sinfónico. El segundo movimiento (Nachtmusik I) conforma una unidad junto con el segundo Nachtmusik y el Scherzo central, al cual flanquean. El Nachtmusik I es un movimiento misterioso, de igual modo discontinuo, y el despliegue enfático de maderas y percusión producen en el escucha una fuerte sensación de caída. La música de este movimiento anuncia cosas que volveremos a escuchar en la inconclusa Décima. A continuación el scherzo, que constituye la piedra angular del arco cíclico que conforma la obra, es de igual modo misterioso y desconcertante, de fuerte contenido esotérico, pesadillesco y demoníaco: comienza de modo fragmentario pretendiendo ser un vals que nunca se consuma y en cierto modo premonitorio a La valse de Ravel, con efecto de ecos provenientes de cada uno de los diferentes departamentos orquestales, sin lograr en ningún momento reunirse en punto alguno. La música finaliza del mismo modo ambíguo, impreciso y misterioso como comenzó. A continuación sigue el Nachtmusik II que es verdaderamente el único pasaje amable y apaciguado de la obra, pero dicho momento de sosiego sólo es aparente, pues el trasfondo de siniestralidad se mantiene. Surgen verdaderas melodías líricas, aunque sin perder la fragmentación. La sensación de ingenuo sosiego incluye nostalgia, resignación y hasta ternura, y la inclusión de una mandolina pudiera evocar momentos de la difícil infancia del compositor. A pesar del ambiente relajado que ofrece la música, despliega permanentemente en su entraña una gran tristeza.
El Finale es el movimiento que más problemas presenta en apariencia, pues es el que impacta en contraste con toda la trayectoria que ha mantenido hasta este momento la unidad sinfónica. Es un despliegue sonoro «inadecuadamente» festivo, pleno de discontinuidades y contradicciones, siendo además el que muestra más claramente la mirada definitiva hacia la nueva era. Los ritmos variantes y los embriones de melodías se entremezclan con contrapunto disonante y hasta esbozos de atonalidad que deben haber dejado perplejos a los primeros que escucharon la ejecución de la Séptima.
La música evoca influencia de antecesores de Mahler, desde contrapunto bachiano, pasando por el lenguaje abstracto de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, armonías brucknerianas y mucho aderezo y drama orquestal wagnerianos. Mahler anuncia en el Finale un nuevo amanecer, pero no sólo como el final de la negra noche, sino como el final de toda una era, paseándose desde lo más sublime de la música hasta lo más feo y grotesco. Esta insólita yuxtaposición de valores opuestos no tenía antecedentes en 1905, por lo que la Séptima se coloca como la más profética de las sinfonías de Mahler.
Hasta hace aún pocos años era la sinfonía menos interpretada de toda la producción mahleriana, por los múltiples problemas y retos que planteaba. Sin embargo y afortunadamente la misma ha conquistado el territorio que le pertenece y hoy día es obra presentada regularmente en conciertos y que cuenta con numerosas grabaciones en la discografía. A pesar del número de grabaciones aparecidas con los años, es también la sinfonía que presenta más disparidades en la calidad interpretativa de las mismas, pasando desde las legendarias hasta los verdaderos fiascos.
La primera grabación registrada corresponde al director que mejor se identifica con la obra, y de quien se pueden considerar sus registros como las referencias absolutas. Se trata del director alemán Hermann Scherchen, quien hizo la primera grabación mundial de un concierto en vivo realizado el 22 de junio de 1950, dirigiendo la Sinfónica de Viena (Wiener Symphoniker), registro editado posteriormente por ese maravilloso sello que es Orfeo. La misma no se volvería a grabar hasta 1953, cuando de nuevo Scherchen la grabó pero esta vez con la Orquesta de la Ópera de Viena, para el sello Westminster, y donde en todo sentido supera los aspectos interpretativos de la primera grabación, colocándose hasta el día de hoy como la manera más cercana a como el compositor mismo la hubiera dirigido. Esta segunda grabación de Scherchen resalta mejor que ninguna todo ese caleidoscopio de yuxtaposiciones y contradicciones que conlleva la obra y su rango expresivo no da concesiones a aspectos morales o estéticos, tal como es su concepción original. Actualmente se consigue la reedición digital en CD hecha por el sello MCA. Es una lectura oscura, «nocturna», dramática, más vanguardista que romántica y musicalmente sin fisuras. Actualmente se consigue la reedición digital en CD hecha por el sello MCA.
Por estos mismos tiempos surgieron dos grabaciones adicionales hechas por Hans Rosbaud, y luego de allí no hubo más nada hasta que en 1960 salió la grabación hecha por sir John Barbirolli y a partir de la importante grabación de Bernstein en 1965 se dispara un repunte en el número de grabaciones que se sucedieron. En la próxima entrega el análisis de cinco grandes interpretaciones de esta gran sinfonía.
Fernando: Coincido plenamente con lo magistral de la versión de Scherchen (1953).Creo que su versión del tercer movimiento es la más "terrorífica" de todas. Dos datos curiosos: apesar del rechazo inicial, la mayoría de los críticos y público en general coincidieron en elogiar el cuarto movimiento.
ResponderEliminarEl único país donde la Séptima tuvo una buena acogida fué Holanda. El própio Mahler dirigió su estreno el 2 de Octubre de 1909.