Las obras de Gustav Mahler gozan, como nunca, de una prédica casi generalizada en los auditorios y estudios de todo el mundo. Mientras que hace unos 30 años podían contarse con sólo algunos difusores de su música entre los directores de orquesta, hoy parece que hay muchos «mahlerianos», y de gran nivel, capaces de iluminarnos, todavía, aspectos que parecían desconocidos en las partituras del compositor bohemio.
Entre los «discípulos» históricos, en diferentes «oleadas», tenemos desde sus alumnos directos como Bruno Walter y Otto Klemperer, hasta adalides que debieron tocar y tocar para imponer su música (Willem Mengelberg, Herman Scherchen y Dimitri Mitropoulos), hasta llegar a Leonard Bernstein, director apasionado y desbordante que llevó a Mahler a los oídos de medio planeta. Junto a él, se acoplaron luego, en distintos estilos y épocas, nombres como John Barbirolli, Bernard Haitink, Claudio Abbado o Rafael Kubelik, Klaus Tennstedt, Eliahu Inbal, a quienes puede adosárseles sin duda el mote de «mahlerianos».
De todos ellos, de la mayoría de los nombrados al menos, tenemos un puñado de grabaciones sin duda referenciales de las obras de Mahler. Pero sin embargo, también tenemos la suerte de contar con registros imprescindibles de nombres menos rutilantes o menos relacionados, a primer golpe de recuerdo, con el genial músico y director. Entre esa segunda línea de grandes directores «mahlerianos», hay uno que resalta con especial brillo. Se trata de Harold Farberman (1929), notable compositor, percusionista, director y docente estadounidense que supo legarnos un puñado de grabaciones de obras de Mahler que de manera irregular han sido reivindicadas por especialistas y melómanos.
Las grabaciones londinenses
Farberman se metió en estudios a fines de los ’70 para grabar en Londres, junto a la London Symphony Orchestra, cuatro sinfonías de Mahler: la Sinfonía Nº 1 «Titán», la Sinfonía Nº 4 (ambas en noviembre de 1979), la Sinfonía Nº 5 y la Sinfonía Nº 6 «Trágica» (ambas durante 1980). Acto seguido, sumó la Sinfonía Nº 2 «Resurrección», de nuevo en la capital inglesa, pero con la Royal Philharmonic Orchestra (en 1981). Desconocemos si se planeó un ciclo completo de Mahler, y si lo hubo, por qué razón se interrumpió (ya el cambio de orquesta era de lamentar), pero esos LP y primeros CD con las versiones de Farberman permanecieron como tesoros ocultos, muchas veces desprestigiados o directamente olvidado.Ni siquiera cuando el sello Vox reeditó estas grabaciones, a una década y media de su realización, el Mahler de Farberman gozó del predicamento que, sin embargo, y de a poco, se le fue dedicando cuando eminentes mahlerianos, entre ellos el español José Luis Pérez de Arteaga, llamaron la atención sobre estas lecturas.
¿Qué tiene de especial este Mahler? Primero, que Farberman es un director en principio nada «objetivista», aunque sus decisiones parezcan, en el fondo, apuntadas a llevar la expresividad de las obras a un máximo nivel ideal que el compositor, acaso, habría deseado. Lo que atrae de sus lecturas a primera oída es la elección de tempi muy lentos, más que los de Barbirolli, otro que supo entender a Mahler desde el discurso amplio y completamente ajeno al arrebato de un Scherchen.
Con Farberman tenemos, por ejemplo, las versiones más lentas (o casi) de la Primera, la Cuarta y la Quinta sinfonías. En estas tres lecturas siempre hay rasgos originales: la «Titán» emerge de las brumas, más «brucknerianamente» que nunca, en el primer movimiento. Se exprime a sí misma en el movimiento final, haciendo que las cuerdas de la Sinfónica de Londres suenen como, creo yo, pocas veces han sonado. En la Cuarta, si es la más «haydneana» de todas, al decir de la propia Alma Mahler, Farberman no lo entiende así. Su concepto es netamente moderno y para nada inocente. En la aparente alegría y brillo de la partitura, el maestro estadounidense encuentra mucho más que un optimismo vacuo. El Ruhevoll, por caso, es un adagio doliente y romántico. El último movimiento, para soprano y que, al ser un canto de quien contempla «la belleza celestial», algunos han elegido cantar con niños soprano (Benjamin Zander, Leonard Bernstein, Anton Nanut), Farberman lo pone a cargo de Corinne Curry, una mezzo soprano de gran ductilidad para esas notas tan alejadas a su registro, pero que con su voz le otorga un toque de oscuridad y amarga resignación al Lied (recuérdese que también con esa concepción, Bernard Haitink, para la versión en las Kersmatinees eligió a una soprano-mezzo soprano como Maria Ewing; David Zinman haría lo mismo con Luga Orgonasova con la Tonhalle).
En cuanto a la Quinta sinfonía, de la que ya hemos hablado, tenemos en ella a un Farberman que regala una versión avasallante por su peculiaridad, densa y poderosa, de esas ante las que es imposible quedar impávido.
Con la Sexta, y para coincidencia de muchos, Farberman llega a su cúspide mahleriana, dándonos la mejor versión (para quien esto escribe) de todas las grabadas, y de la que ya tendremos ocasión de hablar más detenidamente.
Con la Segunda, en cambio, Mr. Harold está al frente ante una orquesta menos dotada como la Filarmónica Real. Pero, aun así, y aceptando que está un tanto por debajo de sus predecesoras, hay momentos inolvidables en esta versión. El primer movimiento es un verdadero desafío al oyente: se desarrolla con gelidez y de a poco va mostrando arrebatos contenidos ante la muerte del Titán de la Primera (si es que eso representa esta marcha fúnebre). Luego, Farberman comienza a avanzar en la obra como si siguiera ciertamente un guión, que arriba con impresionante solidez hasta el Ulricht, cantado aquí por Helen Watts y que es, muy probablemente, el mejor de cuantos hay registro. El Final no se queda atrás, y en los segmentos de percusión, por ejemplo, Farberman muestra que ha tenido en sus manos las baquetas de los timbales alguna vez, porque consigue tramos de insospechada intensidad.
Según pasan los años
Tras ese episodio mahleriano de Farberman, que duró tres años (1979 a 1981) y que dejó cinco discos, el conductor quiso volver a su amor por el compositor y lo hizo de una manera no menos original. Y es que en 1996 grabó la que es el primer registro de la reconstrucción de Clinton Carpenter de la Sinfonía Nº 10. Versión polémica, sin dudas, pues acaso empalidece ante la más popular y grabada de Deryck Cooke (aunque Carpenter trabajara desde antes que el inglés en el trabajo de completar esta obra inconclusa).El momento en que Farberman graba la Décima es bien diferente a las otras. Ha conducido muchas orquestas, no todas de primera línea, y si bien su experiencia es grande no tiene la oportunidad de contar ante una de las grandes agrupaciones para este proyecto con la inacabada de Mahler. Por eso entra a estudios con la Philharmonia Hungarica, conjunto alemán que se disolvería poco después, y consigue lo que es su despedida de los registros mahlerianos hasta el momento.
Por ese entonces, los rasgos que hemos destacado y elogiado de la concepción de Farberman de la partitura (el crítico Victor Carr hablaba de su «sensibilidad y vívida imaginación») han mutado. Increíblemente, Farberman ha dejado de opinar que «a Mahler se lo tocaba muy rápido» y hace lo propio con un Adagio que lejos está, por ejemplo, del Adagietto de la Quinta que competía en expresividad (y hasta superaba) al de Bernstein con la Filarmónica de Viena.
La clave la da Gerald Fox, presidente de los Mahleritas de Nueva York, en las notas que acompañan el CD de la Décima:
«El maestro Harold Farberman, en cuyas primeras grabaciones de las sinfonías de Mahler prevalecían los tempi lentos, ha reconsiderado las cuestiones de pace y tempo en Mahler. Después de algunas investigaciones –primero, las entrevistas de William Maloch con personas que habían tocado en orquestas bajo la dirección de Mahler; luego, el ensayo de Gilbert Kaplan sobre el Adagietto de la Quinta sinfonía, que prueba que el tempo elegido por Mahler para este movimiento era mucho más veloz de lo que muchos directores contemporáneos lo hacen– Farberman se convenció de que los propios tempi de Mahler eran mucho más rápidos de lo que estamos acostumbrados a oír. Consecuentemente, esta interpretación de la Décima refleja ese punto de vista».
A esa sopresa, habida para todos aquéllos que creíamos haber «calado» a Farberman, se suma el hecho de juzgarlo haciendo una versión no del todo habitual y de la cual tenemos poca competencia (sólo la ha grabado otro estadounidense, Andrew Litton). Aun así podemos decir que el director da de sí una lectura simétrica, aunque errática, y de gran entrega. Una versión que, eso sí, se anota como pionera y que resulta una coronación más que digna para un ciclo mahleriano parcial que brilla con luz propia y cuyo mayor defecto es el de no haberse completado alguna vez. Un ciclo tras el cual más de alguno, como quien esto escribe, habráse dado a pensar cuántas versiones «no canonizadas», y no sólo de Mahler, yacen ahí, a la espera de nuestros oídos.
Gracias, Lever
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Gracias, Lever
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