La Sinfonía Nº 7 de Sibelius
>> Nicolas Rauss
Especial para Oído Fino
De cuatro de los grandes compositores nacidos entre 1860 y 1865, Mahler (1860), Debussy (1862), Richard Strauss (1864) y Sibelius (1865), es interesante comparar la suerte de los dos primeros, muertos antes de 1920, y de los dos últimos, muertos a edad avanzada, Strauss en 1949 y Sibelius en 1957. Mahler y Debussy son recordados como hombres innovadores, Strauss y Sibelius como pos-románticos algo retrógrados, porque a partir de 1910 para Strauss, y de 1915 para Sibelius, han conservado o vuelto a estilos más tradicionales, en apariencia. Pero, ¿qué hubiera sido de la producción de un Mahler o de un Debussy si hubieran vivido y escrito en los años ’30?
El caso de Sibelius es casi patético, porque después de su Séptima sinfonía, terminada en 1924, dejó de componer. O escribió obras, quizás una Octava sinfonía, pero las escondió o destruyó. No se sabe exactamente, pero se cree que no pudo aceptar el modernismo de moda, y no quiso competir, o sintió que había dicho lo que debía, y que no agregaría nada mejor en ulteriores obras. En todo caso, una decisión o un renunciamiento filosófico.
La Sinfonía Nº 7 puede ser vista como una especie de apogeo del arte de la sinfonía, en una dirección opuesta a Mahler, en el sentido de que Mahler reivindicaba que en una sinfonía debía entrar el universo, cuando Sibelius, al contrario, intenta cristalizar en una sinfonía entera el sentir más íntimo de un sólo instante, analizado y profundizado en una introspección solitaria casi freudiana. Apaga las luces exteriores, aleja todo lo que puede distraer, y se desliza en su interior, sufre sus dolores más recónditos, escucha su voz más genuina y auténtica. Por eso hay muchos momentos casi inmóviles, por eso abundan momentos de masa musical en movimiento lento y pesado. La Séptima es un himno a la soledad del hombre, y quizás, sobre todo al final, final casi truncado, a la impotencia del hombre.
Sibelius se opone al modernismo centro-europeo de los años ’10 y ’20, el de Ravel, Stravinsky, Schönberg. A propósito de esta sinfonía y de la anterior, Sibelius, aludiendo justamente a las obras rutilantes y exóticas de estos citados compositores, dijo que si ellos ofrecían los más variados y coloridos cócteles, él ofrecía en cambio un vaso de agua pura. En su tiempo, nadie quería agua pura. Hoy es un bien de los más preciados. ¿Y la música de Sibelius?
La obra transcurre en un sólo movimiento, pero por un lado aparecen muchas secciones que recuerdan los movimientos separados de las sinfonías clásicas, por lo que se puede entender la sinfonía como una contracción y síntesis de los movimientos tradicionales. En música, podríamos decir que la forma viene a ser el tipo de vaso, y el contenido el tipo de vino. Pues en esta sinfonía, uno no sabe si, como antes, la forma estaba primera, envasando el contenido, o si este va dictando la forma a medida que avanza la música. Es un caso excepcional de interacción de la forma con el contenido.
Muchas veces, la impresión del oyente es que asiste a un momento de transición hacía otro momento musical, y luego ese «otro momento» resulta ser a su vez una transición, y así sucesivamente, casi parafraseando la vida misma. Agreguemos que el efecto que se experimenta aquí, de estar escuchando transiciones sucesivas, de estar seguidamente en una suerte de embudo musical en el cual nos deslizamos hacía adelante, puede haber sido ampliado por el hecho que Sibelius, para terminar la obra a tiempo para un concierto ya anunciado, se mantuvo despierto en sus noches con ayuda de alcohol...
Tres veces asoma un motivo lento y lapidario del trombón. La primera vez, con carácter pacífico y majestuoso, como una enorme referencia celestial o paternal. La segunda vez, la misma grandeza es teñida con un sombrío acompañamiento de contorsiones dolorosas, y la tercera vez el mismo motivo aparece ya casi como una amenaza final; la paz de la primera vez hizo lugar en tres etapas a dramática desesperación. Luego, tristemente, la música se hace crepuscular, hasta la llegada del acorde final que no se logra realmente, por lo que el fin sorprende, parece malogrado. Pero Sibelius es coherente: un final contundente no habría respetado el mensaje profundo de una pieza después de la cual le pareció imposible seguir componiendo. Es un caso de un compositor que elige postergar su éxito para respetar su profundo sentir.