domingo, 26 de junio de 2011

Rachmaninov - Sinfonía Nº 1 - Svetlanov


In memorian Cuervo López
A dos años de su adiós


>> Lourdes Bonnet Fernández-Trujillo

«Compongo sólo lo que pienso y siento, lo que está dentro de mí en el momento de escribir».
S. Rajmaninof


Serguéi Rajmaninof (o Rachmaninov) nació en 1873 en Rusia, en Oneg –Novgorod–, localidad situada entre Moscú y San Petersburgo. Sus estudios musicales se iniciaron en San Petersburgo, aunque fueron culminados en el Conservatorio de Moscú en 1892. El cambio de centro de estudios al parece vino provocado por haber sido expulsado del Conservatorio de San Petersburgo por suspender el curso de 1885, y habida cuenta de las grandes travesuras que llevaba a cabo en el centro.
Sin embargo el cambio de residencia fue provechoso; conoció a Chaikovski, y se inició en su faceta de arreglista al realizar una reducción para piano a cuatro manos de la Sinfonía Manfred de este compositor. Contaba apenas trece años de edad y todos quedaron impresionados por la alta calidad de la partitura. Este hecho no es de extrañar, ya que su principal interés residía en la interpretación pianística, aunque como formación complementaria asistía también a clases de composición. Es en este ámbito en el que comienzan a surgir una serie de pequeñas composiciones tanto pianísticas como orquestales, piezas que no hacían sino preparar el camino para su Concierto para piano y orquesta nº 1. También de esta época de estudiante data su ópera Aleko, presentada como trabajo de graduación y por la que le otorgaron las mejores calificaciones. Sus maestros fueron Ziloti y Zverev –piano–, Taneyev –contrapunto– y Arensky –armonía–.
Nada más graduarse, se vuelca sobre todo en la composición de lieder, música coral y música pianística. Su necesidad de expresión crecía sin cesar, lo que le hizo explorar distintas posibilidades expresivas, tímbricas y formales de la orquesta del momento en obras como la fantasía orquestal La roca, que dará paso en 1895 a la composición de su Sinfonía nº 1 en Re menor. El estreno de esta composición de juventud en marzo de 1897 bajo la dirección de Glazunov, fue un rotundo fracaso. Realmente el propio compositor tampoco había quedado satisfecho de la interpretación y asumió las críticas más duras, incluida la de César Cui, sin perder el entusiasmo por la creación musical. En una carta meses después del estreno comentaba que estaba sorprendido de que Glazunov, con el prestigio de que gozaba, hubiera dirigido de manera tan desastrosa. Por diversas fuentes se ha llevado a la conclusión de que Glazunov, pudo haberse subido totalmente ebrio al podio, ya que era bebedor habitual incluso durante las clases que impartía en el Conservatorio de San Petersburgo, según relataría posteriormente Shostakovich. Rajmaninof no se acerca con decisión a la composición hasta 1900 con la culminación de su Concierto para piano nº 2, y para abordar nuevamente el género sinfónico habrá que esperar a 1906, casi una década después.
Merece la pena reseñar aquí que los materiales originales que se encontraban en Moscú de esta primera sinfonía se extraviaron en algún momento de la primera mitad de siglo, y la partitura general se dio por perdida a partir de 1918, año en que Rajmaninof abandona Rusia para trasladarse primero a Estocolmo y finalmente a Estados Unidos. Sin embargo sí se conserva el arreglo del propio autor de 1895 para piano a cuatro manos, hasta que en 1944, tras la muerte del compositor, se encontraron los materiales originales, lo que permitió una segunda interpretación de esta sinfonía en 1945.
El lenguaje musical totalmente romántico de Rajmaninof, pese a lo tardío de su cronología, le ha permitido seguir siendo programado en las salas de conciertos ininterrumpidamente hasta la actualidad. Sus armonías expansivas y su intenso melodismo son las claves de su acercamiento al gran público.

La primera sinfonía
El primer movimiento arranca con indicación de «Grave» quedando la intención del compositor claramente patente desde los primeros acordes. El ambiente sombrío en que se desenvuelve esta introducción se basa en un motivo de cuatro notas inspirado, al parecer, en la liturgia ortodoxa, que es tocado a unísono por toda la cuerda en su registro más grave. El mencionado motivo aparece en la siguiente sección, Allegro ma non troppo, pero ahora en los clarinetes. Pese a la animada indicación, el ambiente que transpira la composición es meditativo, con ese sentimiento de pesadumbre que brota una y otra vez en la música rusa, y se sustenta no sólo en el casi doloroso melodismo, sino también en el importante papel que concede a la cuerda grave.
Con una suerte de cadencia de gran lirismo, Rajmaninof da paso a un Moderato, donde los violines primeros y posteriormente las maderas se abandonan en una melodía orientalizante, aunque siempre con un trasfondo melancólico. El desarrollo de este primer movimiento –Allegro vivace– lo concibe de manera fugada empleando una variación del motivo inicial del movimiento e involucrando a toda la orquesta en unos pasajes sonoros y grandilocuentes, que muestran una gran afinidad con otros representantes de la escuela rusa, incluido Chaikovski.
El segundo movimiento lo articula en tres secciones: las externas, más animadas rítmicamente, donde trabaja con superposición de distintos motivos y la central, que es el nexo de unión con los restantes movimientos, donde vuelve a aparecer el motivo inicial de la sinfonía. El tercer movimiento –Larghetto– comienza con material melódico del movimiento anterior, aunque marcado por el carácter lánguido que otorga el solo de clarinete introductorio. Pasando por distintos momentos de ensoñación muy evocadores, el movimiento procede a un momento de mayor dra matismo para regresar al estado anímico del principio, logrado nuevamente con un solo de violines y chelos. El punto álgido se alcanzará posteriormente con un nuevo pasaje en que explota la capacidad expresiva de la cuerda en un diseño descendente, que poco a poco se va apagando hasta culminar el movimiento.
Con una explosión sonora se inicia el último movimiento; con fanfarrias de trompetas, acompañadas de platos y caja, entre otros, Rajmaninof convierte el motivo principal de la Sinfonía en una marcha luminosa y desenfadada. Recursos como los bronces con sordinas para crear diferentes planos sonoros enriquecen la ambientación, mientras que a la cuerda le encomienda una expansiva melodía de gran belleza y lirismo. El repentino cambio a un aire de danza es iniciado por la cuerda grave y la sección culminará de manera casi abrupta con un sonoro acorde final, y contra todo pronóstico, la Sinfonía no culmina en este momento, sino que Rajmaninof compone una sección –Largo– para terminar con los mismos motivos que se inició la composición.
La sensación que transmite esta espléndida partitura es que contiene un elemento narrativo que subyace a la música. Sin embargo no hay noticia de programa alguno, aunque bien podría pensarse en un tipo de narración que refleje la melancolía del pueblo ruso como soporte literario para esta gran obra.

Texto elaborado para un concierto de la Orquesta Sinfónica de Tenerife.

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Conozcamos esta bella obra en versión de uno de sus mejores intérpretes: Evgeny Svetlanov, al frente de la Orquesta Sinfónica Estatal de la Federación Rusa, grabación tomada de conciertos ofrecidos en octubre de 1995 en la sala mayor de la Radio Moscú. Este disco incluye, además de la Sinfonía Nº 1, otras dos obras de Rachmaninov: el Capricho y un Scherzo.

lunes, 13 de junio de 2011

Tchaikovsky - Sinfonía Nº 1 - Muti



Sinfonía apoteótica


>>MARTÍN ZUBIRÍA

[La Sinfonía Nº 1 op. 13 en sol menor, de Piotr I. Chaikovsky] Se estrenó en 1868 en Moscú, bajo la dirección de Nikolai Rubinstein. Chaikovsky tenía ya en su haber algunas obras sinfónicas menores –tres oberturas– cuando emprendió la composición de esta sinfonía, que le costó un enorme trabajo y puso en aprietos su salud. Además, un par de músicos había criticado la primera redacción de la obra y el compositor se vio llevado a introducir en ella varias modificaciones.
La acogida del público fue calurosa, pero Chaikovsky trabajó de nuevo sobre la partitura en 1874, introdujo cambios importantes en tres de los cuatro movimientos, y esa versión pasó a ser la definitiva.
El subtítulo de «Sueños de invierno» no alude al período en que fue compuesta, sino a reminiscencias del paisaje nórdico, contemplado por el compositor en sus frecuentes viajes entre Moscú y San Petersburgo, y donde veía reflejada la melancolía de su propio carácter.
El primer movimiento, «Allegro tranquillo: Sueños durante un viaje de invierno» (sólo los dos primeros movimientos poseen una indicación extramusical), está compuesto a partir de dos temas principales: uno, lírico y animado a la vez, es expuesto por las flautas y los fagotes a la octava. El segundo es una melodía elegíaca a cargo del clarinete y aparece luego de un primer fortísimo, que hace pensar en la visión de una borrasca coronada por los sones de los instrumentos de metal y de madera.
El segundo movimiento, «Adagio cantabile ma non tanto: comarca lúgubre, comarca brumosa» está dominado por una intensa nostalgia y un lirismo típicamente nórdico. Después de la introducción a cargo de las cuerdas, el oboe canta una larga melodía de un innegable color ruso y en la parte central del movimiento –«pochissimo più mosso»– resuena, primero en las violas y violines y luego en los violonchelos, una vibrante cantilena. Como en el movimiento anterior, la coda consiste en una repetición de los primeros compases.
El siguiente «Scherzo. Allegro scherzando», presenta la forma A-B-A. Se basa en la repetición de una célula rítmica cuya grácil ligereza queda subrayada por la finura de la instrumentación. Posee un carácter inquieto y casi irreal, que, en la sección B, se vuelve una suerte de vals lento.
El cuarto movimiento, «Finale-Andante lugubre-Allegro moderato» es de una gran envergadura y resulta bastante complejo. Se abre con una introducción sombría, a cargo de las maderas, basada en una canción popular. Desde el modo menor se pasa luego al modo mayor, al comienzo del «Allegro», para desembocar en un nuevo motivo, lleno de energía, con una amplia participación de los metales. El segundo tema, confiado al fagot, posee también un marcado carácter folclórico. Si la vuelta del «Andante lugubre» suspende bruscamente la tensión dinámica, pronto comprendemos que lo hace para poder extenderse en una apoteosis grande y radiante, en sol mayor, de rico colorido.

Texto incluido en el programa de un concierto de la Sinfónica UNCUyo.

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Esta versión fue transmitida por radio satelital y compartida en la red por Ariosto1. Está a cargo de la Philharmonia Orchestra, dirigida por Riccardo Muti, sin que consten datos sobre el año de su interpretación.
La portada es cortesía de la casa.

domingo, 5 de junio de 2011

Mahler - Sinfonía Nº 10 - Litton (Festival Mahler de Estocolmo)


Con esta grabación, tomada en vivo del Festival Mahler de Estocolmo 2010, concluimos el paseo por las 10 sinfonías de Gustav Mahler, en recuerdo de los 100 años de su fallecimiento. Y decimos «10 sinfonías» a pesar de que la que nos convoca, la Sinfonía Nº 10, no fuera terminada por el compositor. Esa cuestión tiene mucho que ver con que a pesar de que fueron varios los músicos que han completado esta obra (Deryck Cooke, Remo Mazzetti, Joseph H. Wheeler, Rudolph Barshai, Nicola Samale-Giuseppe Mazzuca) aquí se ha elegido la versión de Clinton A. Carpenter, uno de los primeros en abordar este trabajo.
El director Andrew Litton (el segundo en grabar, en 2001, la lectura de Carpenter sobre la Décima de Mahler) dirige aquí la Bergen Philharmonic, para dar cierre a este homenaje centenario a Mahler.
Por supuesto, y como ha sido en todas las obras, el diseño es de quien esto escribe, para Oído Fino.


Gracias, Meaned

miércoles, 1 de junio de 2011

Mahler: discografía esencial. Sinfonía Nº 8 «De los mil» (1/3)


Mahler: discografía esencial. Sinfonía Nº 8 «De los mil»


Hablar de la Octava sinfonía mahleriana no es tarea fácil, pues en ella conviven sin problema alguno música sacra, drama, vestigios de lieder orquestales y, por qué no, la polifonía catedralicia propia del siglo XVI.
Pero además existe otro factor: su aparente decadencia refleja la crisis del hombre acual y el agotamiento de su cultura, llegando al extremo de tal vez decirnos que la búsqueda de «los mil» es en realidad la búsqueda de ese más allá del principio del placer que en Freud implica el retorno de las cosas hacia un estado evolutivo anterior.
Representada por vez primera en Munich el 12 de septiembre de 1910, con el propio Gustav Mahler dirigiendo a la Filarmónica local, la sinfonía resultó una extraña sorpresa: 171 instrumentos, de los cuales 84 eran de cuerda, ocho solistas, un coro de 500 voces adultas, 350 infantiles y un órgano monumental dieron lugar a un auténtico espectáculo que tuvo entre los asistentes a personalidades como Bruno Walter, Arnold Schönberg, Anton Webern y Leopold Stokowski. La obra tuvo un gran éxito y fue de las muy pocas con una acogida favorable en vida del compositor.



Mahler dirige un ensayo para el estreno de su Octava sinfonía


La Octava sinfonía es, en su primera parte, una gran cantata sinfónica que conserva la forma sonata y en la cual elementos bohemios y meramente vieneses, una doble fuga masiva y un estilo de marcha –característico de Mahler– unidos a un muy personal uso del acorde, dan como resultado armonías disonantes que tienden a sobrepasar el cromatismo wagneriano. Ideológicamente, en apariencia, la utilización del Veni, creator spiritus, original del Arzobispo de Mainz Hrabanus Maurus, darían a la obra el carácter sacro propio del cristianismo. Pero esto no es así. En realidad, en esta primera parte de la sinfonía, que conserva la forma sonata, y Mahler no hace sino parodiar inconscientemente la atmósfera espiritual de la monarquía en la que creció, en donde el pueblo austríaco se complacía con las demostraciones de la grandeza del Imperio y que se resumían en fastuosas ceremonias religiosas con sus subsecuentes dispendios. Son los tiempos en donde las capitales del Imperio, pero lejanas a Viena, luchan por conseguir la anhelada autonomía y conformar un estilo social que les sea propio.
Por otro lado, la segunda parte inicia como un canto a la noche que comprende partes en tempo de adagio y de scherzo. La forma de marcha se hace apenas presente y los pasajes vocales y orquestales se suceden de manera discursiva. Su estructura se acerca mucho a la forma oratorio e indudablemente conserva vestigios del romanticismo alemán. En todo momento, la temática nos indica el retorno a la tragedia y al mito. Tras una breve exposición, aparece entre brumas el epílogo del Fausto de Goethe, en donde actúan Dios y hombre, dioses y demonios, ángeles y seres míticos, en un intento de unificar realidad y símbolo en el que por el poder ilusorio del Verbo se da por hecho lo imposible. Es el nacimiento del eros hacia el que nos guía lo eterno femenino en su más cumplida integridad... un eros que Mahler entiende más allá de la carnalidad y que se acerca a lo divino que puede tener la subjetividad humana, pues no hay que olvidar que sin ella no hay testimonio de la realidad.

Las referencias
Bajo este esquema de las cosas, hablar de alguna interpretación de la Octava Sinfonía que resulte aunténticamente referencial, es tarea tanto más complicada debido a que la obra representa uno de los obstáculos con los que frecuentemente las integrales mahlerianas tropiezan. Incluso intérpretes de la talla de Bernstein, Maazel, Haitink o Kubelik no terminaron de armarla todo lo satisfactoriamente que hubiésemos deseado. Es cierto, son buenas interpretaciones y además son coherentes con sus respectivos ciclos, pero no representan algo singular en la discografía de la obra.
Otros han preferido evadirla, al menos en registro, como fue el caso de Klemperer y Karajan. Unos más habrían dado versiones memorables (Schuricht, supongo que Walter, etc.). Pero no estaba ahí la tecnología recopiladora para constatarlo.
Hay quienes han pretendido redescubrirla a partir de suponerla un producto de Hollywood (Rattle, Solti, Boulez y Shaw, entre otros). El problema es que si bien son impresionantes a la escucha y la calidad técnica de los sellos discográficos donde están grabadas es irreprochable, pueden resultar agobiantes por los excesos pirotécnicos que se permiten.
Por último, quedarán unos pocos que la entienden desde lo que es: una especie de Torre Eifel, recuerdo del zeitgeist, con todo y su ápice neopaganista que atenta contra la ideología oficial sin salirse siquiera de ella.

Un millar de suecos
Así pues, una primera y obligada escucha para aquellos que deseen adentrarse al mundo de «Los mil» estaría dada por Neeme Järvi (1994) al frente de un equipo básicamente sueco. Su interpretación es meteórica, pero sin caer en atropellamientos. Su lectura es briosa y refrescante y en todo momento hay un justo balance entre el contenido sacro-profano propio de la sinfonía. Como no podía ser menos en Järvi, su técnica es impecable y de muy alto nivel, con unos solistas que distan mucho del estrellato pero que funcionan muy bien, que es lo importante. La Orquesta Sinfónica de Gothenburgo toca con oficio y dedicación un repertorio que tal vez no les sea habitual, pero que empieza a formar parte de su repertorio.


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