martes, 28 de septiembre de 2010

Mendelssohn - Sinfonía Nº 2 Lobgesang - Fey


Alabanzas a Mendelssohn

>>MARUXA BALIÑAS (*)

El inventor de la tradición sinfónica alemana
Termina Xoán M. Carreira su libro Ludwig van Beethoven. As [8+1] sinfonías vinculando el estreno alemán de la Novena sinfonía de Beethoven (2 de febrero de 1827) con el inicio de la carrera compositiva de Felix Mendelssohn (Hamburgo, 3-II-1809; Leipzig, 4-XI-1847), el inventor de la tradición sinfónica germánica y uno de los más poderosos instrumentos de la propaganda cultural de la alianza política entre los gobiernos británico y prusiano en el segundo cuarto del siglo XIX.
Esta idea puede resultar algo extraña, ya que la visión de Mendelssohn desde la segunda mitad del XIX y a lo largo del siglo XX se ha visto muy mediatizada por su condición «racial» de judío, especialmente a partir de los escritos de Richard Wagner, quien se esforzó por inventar una tradición musical germana que no derivara de Mendelssohn, dándole mayor importancia a Schumann, Weber, o incluso Liszt. Y sin embargo no se puede entender la música romántica germana sin Mendelssohn, un compositor muy culto en todos los aspectos artísticos, humanísticos y económico-sociales, además de políglota y cosmopolita, y por lo tanto profundamente consciente de lo que estaba haciendo. Un buen ejemplo de ello es la exitosa construcción del mito de Johann Sebastian Bach (1685- 1750) como icono central de la gran cultura alemana utilizando el propio patrimonio de las bibliotecas de la familia Mendelssohn, que había sido mecenas en Berlín y Postdam de Wilhelm Friedemann (1710-1784) y Carl Philip Emmanuel Bach (1714-1788), y a su muerte compraron parte de sus respectivas colecciones de partituras.
Resulta todavía extraño —y por momentos yo lo siento como una gran injusticia histórica— visitar Leipzig y descubrir que la casa-museo de Mendelssohn, la única que se conserva en Alemania, fue fundada hace apenas 10 años —al igual que el monumento erigido en su Hamburgo natal en honor de los dos hermanos Mendelssohn, Fanny y Felix— y en ella prácticamente no conserva ningún objeto personal suyo o de su esposa Cécile, sino sólo algunas donaciones de entusiastas coleccionistas mendelssohnianos y objetos de época no directamente relacionados con ellos (excepcionalmente hay un trajecito de su hijo mayor). Leipzig es claramente una ciudad bachiana. Valga que los estalinismos —Leipzig formaba parte de la República Democrática Alemana— fueron antisionistas, pero ¿cómo se explica que lo mismo exactamente haya sucedido en la República Federal Alemana, en Hamburgo por ejemplo? Y a pesar de todos estos problemas ajenos a él, Mendelssohn ha sobrevivido en el gusto del público sin ningún problema a lo largo de este tiempo.
Su música doméstica, canciones y piezas para piano —donde la valoración de la crítica oficial es poco influyente— nunca se dejaron de interpretar, y sólo en el caso de las sinfonías y oratorios se notó cierto desdén por determinadas piezas que no entraron regularmente en el repertorio, como pasa con las dos sinfonías que se van a escuchar esta noche. Sólo en el área inglesa, siempre fiel a Mendelssohn se interpretaron abundantemente sus sinfonías, oberturas y oratorios y de hecho, la Inglaterra victoriana tuvo como favorita, desde su estreno por la Royal Philharmonic Society el 15 de marzo de 1841, la Segunda sinfonía «Lobgesang», conocida como Hymn of Praise, obra que influyó manifiestamente en la música sinfónico-coral inglesa anterior a la I Guerra Mundial.

La madura sinfonía del joven Mendelssohn
Es casi redundante recordar que Felix, hijo de un importante banquero y perteneciente a una familia de intelectuales y bibliófilos, muy bien relacionados, unió a sus importantes cualidades personales todas las ventajas de una educación refinada que le proporcionó desde su infancia los mejores profesores —y no sólo en el ámbito musical—. Precisamente se debe relacionar la composición de esta Primera Sinfonía en do mayor op. 11 con el gran impulso que le dio a sus proyectos el encuentro con Goethe a finales de 1821 y el posterior contacto regular con él a partir de entonces. En 1823 una carta de su profesor, el compositor y director de orquesta Carl Friedrich Zelter (1758-1832) a Goethe, le informaba de que «mejora en todo, e incluso está buscando duramente adquirir más fuerza y poderío; todo le sale de dentro y las cosas externas del día a día sólo le afectan externamente. Imagine nuestra alegría, si sobrevivimos, al ver al joven vivir en la plenitud de todo lo que su infancia ha prometido». En 1824 todo esto pareció eclosionar con mayor claridad aún: en unos pocos meses Felix Mendelssohn compuso su Sinfonía en do mayor, su primera obra para orquesta completa, un Sexteto para piano y cuerdas en re mayor, el Rondó capriccioso para piano, diversas obras menores, y estrenó su ópera Der Onkel aus Boston.
Para tratarse de una primera sinfonía y a pesar de que Mendelssohn tenía sólo 15 años, la obra es ya muy madura. Hay que tener en cuenta que entre 1821 y 1823 había compuesto nada menos que trece sinfonías para cuerdas, alguna de las cuales revisó y publicó posteriormente. Pero esta Sinfonía en do mayor fue la primera que consideró suficientemente buena para ser editada en 1830, dos años después de su estreno público en Berlín en 1828 (habían existido varias interpretaciones privadas previas, la primera seguramente la del 15 de noviembre de 1824, en un concierto al que asistió asombrado el pianista y compositor Ignaz Moscheles, 1794-1870, que poco después aceptó a regañadientes darle algunas lecciones).
Aunque en esta época Mendelssohn estaba muy influido por la música de Carl Maria von Weber, la principal influencia que se percibe en la obra es mozartiana, en concreto de la Sinfonía nº 40 en sol menor. El movimiento lento es la parte más madura y muestra ya una importante ambición formal, que se continua en el minueto que le sigue.

En alabanza a Gutemberg
La Sinfonía Lobgesang fue compuesta a lo largo de 1840, editada en 1841 y estrenada en Leipzig el 3 de febrero de 1842 en un festival en honor de Gutemberg, en el que también se estrenó Festgesang (que luego Mendelssohn adaptaría al inglés como Hark!, the herald-angels sing). Inmediatamente después del estreno, Felix viajó con su esposa a Schwerin para dirigir el oratorio Paulus. De regreso a Leipzig, pasó por Berlin para dar un recital de órgano en la iglesia de Santo Tomás con el fin de recaudar dinero para erigir un monumento a Bach ante la Thomasschule. En septiembre tuvo lugar en Birmingham el estreno inglés del Hymn of Praise en un concierto en el que se interpretaron selecciones del oratorio Jephte de Haendel. Cuando Mendelssohn realizó en diciembre la revisión definitiva de su obra de cara a la edición de la partitura, la sinfonía era ya una obra popular en Alemania e Inglaterra. En realidad, Lobgesang ocupa el cuarto lugar en el orden cronológico de las sinfonías de Mendelssohn, aunque fue numerada como segunda sinfonía por sus editores, dado que en aquel momento la Sinfonía en do mayor op. 11 era la única sinfonía publicada de Mendelssohn. En realidad, la Sinfonía nº 5 en re mayor «Reforma» op. 107 (1830, estr. Berlín, 1832, ed. 1868) fue la segunda en ser escrita y la tercera fue la Sinfonía nº 4 en la mayor «Italiana» op. 90 (1833, estr. Londres, 1833, ed. 1851).
La última compuesta por Mendelssohn fue la Sinfonía nº 3 en la menor «Escocesa» op. 56 (1842, estr. Leipzig, 1842, ed. 1843). Mendelssohn subtituló su Himno de alabanza como «sinfonía-cantata». El plan formal de escribir tres movimientos instrumentales y un cuarto movimiento coral hace pensar necesariamente en la Sinfonía coral de Beethoven y de hecho en el primer movimiento hay un evidente homenaje a él, pues Mendelssohn utiliza como segundo tema un motivo idéntico al principal de la Sonata para piano en si bemol mayor op. 22 de Beethoven. Pero también hay diferencias notorias en el estilo empleado: la introducción del primer movimiento responde a una retórica ceremonial que suena demasiado pomposa a nuestros oídos actuales; en cambio, la gentil barcarola del Allegretto destaca por su ingenua naturalidad, aunque lo cierto es que, como casi siempre ocurre en Mendelssohn, tras el aspecto de facilidad se enmascara una escritura de enorme sutilidad.
La idea del hermoso y apacible Adagio religioso con un tratamiento instrumental (una serenata de las maderas acompañadas por las cuerdas) semejante al de las dos primeras sinfonías de Beethoven, fue reutilizada en la Sinfonía escocesa de una forma más dramática (la de una dulce melodía tratada como marcha fúnebre).
El monumental movimiento coral, manifiestamente neo-bachiano, está estructurado en nueve números: Introducción (sobre el tema del primer movimiento y la figuración del tercero) y primer coral «Alabe al Señor todo lo que respira» seguido del aria de soprano «Alaba mi alma al Señor» sobre un inquieto acompañamiento que nos recuerda el de El sueño de una noche de verano. 2) Recitativo y solo de tenor «Hablad vosotros que habéis sido redimidos por el Señor». 3) coro de respuesta. 4) El encantador dúo de sopranos «Deposito mi esperanza en el Señor» que tiene grandes similitudes con la Canción sin palabras en si bemol mayor, del libro séptimo. 5) el dramático solo de tenor «Las cadenas de la muerte nos rodean», uno de los mejores momentos de la obra, que remata con el anuncio por la soprano de «La noche ha terminado», amplificado y comentado por 6) el coro en un espléndido fugado. 7) Coral religioso «Demos todos gracias al Señor». 8) Dúo de soprano y tenor «Por eso mi canto celebrará tu gloria». 9) Coro final del pueblo aclamante.

(*) Publicada en el programa de la Orquesta Sinfónica de Galicia, para el concierto del 23 de enero de 2009.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Fauré - Réquiem - Giulini


>>MARTÍN ZUBIRÍA (*)

Desde muy joven cultivó Gabriel Fauré (1848-1924) la música religiosa y ya entonces lo hizo con su precioso Cántico de Jean Racine, op. 11, compuesto en 1865 y dedicado a César Franck. Pero ni sus motetes ni misas, obras de un músico «consciente de su grandeza, que no ha querido convencer al mundo de ella», gozan tanto del favor del público como su Requiem. «Es tan suave como yo», escribió Fauré a un amigo refiriéndose a esta obra, cuyos modelos clásicos, desde Mozart a Cherubini, no le seducían; como tampoco esa imagen histriónica, en el dramático Réquiem de Verdi, de la gente acurrucada de miedo murmurando por la muerte eterna; y tampoco, sin duda, esa ampulosa visión apocalíptica de Berlioz, con sus «fanfarrias trotadoras», que Fauré aborrecía por su patetismo sentimental.
«Mi Réquiem, más que terror a la muerte expresa el sosiego del descanso eterno, tal como yo comprendo la muerte: una feliz redención, una aspiración a deleites más elevados y no un tránsito lúgubre a un sitio desconocido y siniestro». Es un trabajo de serenidad y placidez; la música en ningún momento resulta aterradora; ni siquiera cuando las voces del coro expresan su temor ante el Juicio Final, a pesar de la tensión armónica en el Christe eleison y de que algunas modulaciones extrañas hayan expresado en el Ofertorio, con su firme estructura polifónica, una genuina inquietud al pensar en el dolor del infierno.
«Después de haber tocado tantas veces en los funerales los cantos litúrgicos, que conocía de memoria, deseaba crear algo nuevo». El resultado es una obra que no responde de manera puntual a las exigencias litúrgicas, aunque por una dispensa especial de la interpretó en los funerales del propio Fauré, en 1924.



Del Dies irae sólo se incluyen los dos últimos versículos; el Benedictus se sustituye por el Pie Jesu de la misa para los difuntos, y los dos últimos números, Libera me e In paradisum no pertenecen, en rigor, al texto del Requiem y proceden de la liturgia para la sepultura.
Fauré comenzó a componer su Réquiem en 1887 con la intención de conmemorar la muerte de su padre, fallecido dos años antes, pero se vio obligado a finalizar una primera versión, con una orquesta bastante pequeña, cuando en la víspera del Año Nuevo de ese mismo año murió también su madre. Esa primera versión se escuchó en la Iglesia de la Madeleine de París en 1888, con el propio Fauré al órgano. Sólo 12 años más tarde la obra adquirió la forma definitiva con que la conocemos hoy.
Particularmente revelador de la independencia de Fauré frente a otros compositores del siglo XIX, es la orquestación del Sanctus, de una delicadeza y sensibilidad inauditas. El uso de las voces graves de los instrumentos hace que la entrada del violín logre aquí un efecto sorprendente. Sigue el célebre Pie Jesu, con su inolvidable solo a cargo de la soprano, y en el Agnus Dei la línea al unísono confiada a los tenores es acompañada en las cuerdas por un contratema de claro espíritu bachiano. En la sección central, Lux aeterna, interviene el coro completo para hacer de ella una suerte de núcleo emocional de la obra. El penúltimo número, Libera me, se abre con un pasaje austero y poderoso, para barítono, que anticipa el Stabat Mater de Poulenc. Este magnífico pasaje es repetido más tarde por el coro al unísono. El número final, la antífona In Paradisum, está a cargo de unas voces angelicales de soprano, acompañadas por el arpa, que, al cerrar la obra, despiertan un sentimiento de conmovedora y profunda serenidad.

(*) Escrito para el programa de un concierto de la Orquesta Sinfónica UNCuyo.

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Para conocer esta obra, sugerimos la versión de Carlo Maria Giulini al frente de la Philharmonia Orchestra y el Philharmonia Chorus, en una toma de 1986 editada por DG. Los solistas son Kathleen Battle (soprano) y Andreas Schmidt (barítono). El disco se completa con otras obras de Fauré: Pavana op. 50, Élégie op. 24, Après un rêve op. 7 Nº 1 y Dolly op. 56, todas estas últimas a cargo del Tanglewood Festival Chorus y la Boston Symphony Orchestra, bajo la dirección de Seiji Ozawa.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Pärt - De Profundis - Hillier



Perspectiva «mística»

>>PACO MARÍN


Parece que de la purga trascendentalista que durante más de década y media ha catapultado nombres no demasiado fiables al cielo de los despropósitos, al final se salva Arvo Pärt. Es el único, o casi, de los consagrados del minimalismo y corrientes paralelas que ha demostrado que se puede ser escueto y denso sin hacer tonterías ni quedarse en la piel de la música, y el reciente Litany ha puesto las cosas en su sitio: donde era vaticinable una caída, tuvo lugar una levitación. Ahora llega una nueva entrega, siempre igual a sí misma, de algunas de las composiciones «tintineantes» que se mueven en ese referente medievalista que suele evocarse cuando se habla de su obra. Arrancando de la simplicidad tonal, las nueve piezas son un recorrido por treinta años de composición pärtiana, abarcando de Missa Silabica, el Cantate Domino y la Summa, todas de 1977, hasta la revisión efectiva de la primera, que se de 1996; y en el origen, el fastuoso Solfeggio, de 1966. Treinta años, y en todas estas páginas se vuelve a encontrar la misma estirada anacronía; la misma intención de trabajar las emociones –religiosas, por supuesto– desde su descomposición y su nueva formulación extraordinariamente gélida.

El juego insobornable que Pärt enuncia a través de la palabra; su manera de convertir el texto en vehículo único de emociones, combina su dominio técnico con una suma de referentes simbólicos que multiplica la efectividad de las obras, dotándolas de un peso especial. Puede oírse como relax, pero entonces no se oriá, y uno se quedará en puertas de un modesto pero enjundioso milagro. Así, Solfeggio es una composición de las que merecen ser tenida en cuenta en la futura redacción de un diccionario de símbolos musicales con una utilización del órgano realmente notable; y el bordado aparentemente blanco de la Missa Silabica, esconde equilibrios impensables en cualquier otro autor. ¿Y Summa?, ¿o las Siete antifonías... con su incursión fuera del lenguaje latino habitual en Pärt?, ¿o el Magnificat?, ¿o el vehemente De Profundis? Todas ellas tienen la virtud de explicitar, en un buen disco, la manera de remover el lenguaje de que se sirve el estonio, convirtiendo la plegaria en una herramienta de investigación musical desconcertamentemente fuera de los baremos temporales.

En cuanto a la interpretación de Theatre of Voices y a la dirección de Paul Hillier (Pärt ya es para este hombre como una especie de segunda alma), lo menos que se puede decir es que todos saben encontrar el nexo espiritual sobre el que levantar una arquitectura enormemente efectiva. Cada obra está tratada con un tempo que se pliega en blanco sobre la intencionada espiritualidad d ellas composiciones y los recitados son resueltos con una humildad que da credibilidad a las oraciones por encima de cualquier matiz confesional.

Hillier trata al autor desde la perspectiva mística que éste requiere, y aunque eso nos impida la ironía de una distancia más crítica, hoy por hoy resulta la única manera de extraerle el jugo. Quien quiera Pärt tendrá que morir en su terreno; a estas alturas nadie puede discutírselo.



Publicado en revista CD Compact, Nº 97, marzo de 1997.

domingo, 19 de septiembre de 2010

J. S. Bach - Cantatas BWV 201 y BWV 173a - Leonhardt


El perfil divertido de Bach

>>FRANCISCO DE PAULA SÁNCHEZ (*)

Continúa Gustav Leonhardt con la grabación de las cantatas profanas, que no pudo realizar con Teldec, en cuya integral siempre grabó las versiones más interesantes ayudado por Herreweghe y su Collegium Vocale. Las dos cantatas que nos ocupa este volumen pertenecen a distintos períodos de su vida.
La primera en el tiempo es la cantata a la que más correctamente el propio Bach llama serenata, Durchlauchtster Leopold BWV 173a, perteneciente a la época de Köthen, destinada a la celebración del cumpleaños del Príncipe Leopold, patrón y amigo de Bach, gran amigo de las artes, probablemente en 1722 y que se encuentra parodiada en la cantata de la iglesia BWV 173. Aquel período fue fértil y feliz, tanto en el terreno artístico como personal para Bach, pero se tornó en tristeza por dos acontecimientos imprevistos: la muerte de María Bárbara en 1720 a la que se sentía muy unido, y la boda del Príncipe con quien Bach definió como «amusa» de aquella enemiga de las artes. Poco después moría Kuhnau, que ocupaba el puesto de Cantor en Leipzig y Bach, pese al posterior fallecimiento de la Princesa, decidió irse allí en lo que él consideró un mejor puesto, junto a la ya esposa Ana Magdalena.
La cantata está llena de novedades, de las que cabe resaltar, sin duda, el muy bello dueto «Unter seinem Purpursaum», con una estructura inusual, en la que comienza el bajo, sigue la soprano y termina el dueto, todo aderezado con interludios musicales de gran belleza.
La cantata Der Streit Zwischen Pohebus und Pan BWV 201, es una de las más divertidas de Bach, y está basada en Las metamorfosis de Ovidio. En ella se esconde la crítica a la idea de que todo lo nuevo es siempre bueno por nuevo, sin reparar en la calidad. Esta idea, equivocada, se nos ha colado en la actualidad hasta convertirse en la verdadera dictadura que decide lo que vale y lo que no, lo «in» y lo «out», con el kondukator-camarada Herr Pierre Boulez y su corte de acólitos del Ircam a la cabeza. Así Phoebus y Pan cantan cada uno su aria, tradicional y moderno respectivamente, creyendo Midas que la que representa el verdadero arte es la de Pan, por lo que se gana unas enormes orejas de burro como los que defienden a Cela con empeño de Nobel, que aquí en España hay muchos équidos.
La interpretación de las cantatas es muy diferente una de otra, como corresponde a sus características, de modo que optan por la sobreactuación en la BWV 201, realzando su carácter cómico. Todos están a gran altura, pero me temo que a algunos no guste (a mí sí) la exagerada articulación de Elwes como Midas y de Wilson Johnson como Pan. Quienes sí están en su nivel habitual de perfección son Prégardien y Frimmer (aunque ésta no sea precisamente mi favorita). El buen contratenor Popken está un poco aburrido en su aria como Mercurio. La grabación es buenísima, excepto en la subida de la soprano en el aria «So schau dies holden Tages Licht» en la que se percibe una pequeña distorsión. Una mención especial se merece el desconocido fagotista de la orquesta (no aparece su nombre) por el difícil trabajo en el aria para bajo de la BWV 173a «Dien Name gleich der Sonnengeh».
Mi recomendación absoluta de este acercamiento operístico de Bach, que demuestra que pese al ceño fruncido de sus retratos, tenía un gran sentido del humor.

(*) Publicado en CD Compact, marzo de 1997.
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Los intérpretes, entonces, son: Monika Frimmer, Ralph Popken, Cristoph Prégardien, John Elwes, David Wilson-Johnson, Max van Egmond, Orquesta y Coro del Siglo de las Luces, dirigidos por Gustav Leonhardt.


Gracias, Iltraba.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Mahler - Sinfonía Nº 8 - Shaw



A 100 años del estreno de la «Sinfonía de los Mil»

El domingo pasado, 12 de setiembre, no fue un día más en la historia de la música clásica. Fue el día en que se cumplieron 100 años de uno de los estrenos más celebrados, imponentes y conmovedores del siglo XX: el del estreno de la Sinfonía Nº8 de Gustav Mahler, que constituyó la largamente esperada consagración del músico como compositor y contribuyó a aumentar la devoción que le tenían algunos de sus contemporáneos, en los que dejaría huella.
Fue, sin dudas, el del 12 de setiembre de 1910 a las 19.30, en Munich, uno de los conciertos más exitosos de la música de todos los tiempos. No era un desafío fácil superar en público la cantidad de músicos subidos al escenario: 1.000 de ellos, entre ejecutantes, coreutas y cantantes solistas, cuyo número previsto por Mahler para la interpretación hizo que el organizador del concierto titulara en los programas a la Sinfonía Nº8 como la «De los mil», subtítulo que, sin dudas, pasaría a la historia.



Unos 3.000 asistentes, entre los que se contaban Richard Strauss, Camille Saint-Säens, Alfredo Casella, Bruno Walter, Leopold Stokowski y Arthur Schnitzler, aplaudieron el que sin dudas debió de haber sido uno de los eventos más espectaculares que sus ojos y oídos hubiera presenciado jamás.
Este blog dará cuenta, muy pronto, de un repaso por lo mejor de la discografía de esta obra monumental y, también, por sus características musicales. En esta ocasión, este artículo sirve solamente para rememorar ese momento histórico y con pocos parangones.
Lo haremos con una versión que, sin estar entre las mejores, tiene las características de espectacularidad que la obra exhuma desde su propia concepción. Se trata, de algún modo, de una versión importante por su responsable mayor: el recordado director estadounidense Robert Shaw (1916-1999), quien fuera uno de las más respetadas batutas en lo que a música sinfónico-coral se refiere. En el disco (Teldec, 1991), Shaw interpreta la VIII Sinfonía al frente del Coro y la Orquesta Sinfónica de Atlanta (las agrupaciones a las que puso entre las más importantes de Estados Unidos), de los coros Ohio State University Chorale, Ohio State University Symphonic Choir, Master Chorale of Tampa Bay, Atlanta Boy Choir y con las voces de Deborah Voigt, Margaret Jane Wray, Heidi Grant, Delores Ziegler, Marietta Simpson, Michael Sylvester, William Stone y Kenneth Cox. Se trata de una versión ampulosa, es cierto, casi «hollywoodense», pero de momentos puntuales de enorme valor y un sonido simplemente insuperable.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Bruckner - Misa Nº 3 en fa menor - Celibidache


Celibidache y el honor de tocar a Bruckner en San Florián

La Misa Nº 3 en fa menor es, del conjunto de obras religiosas, y junto con el Te Deum, la más notable de las obras de Anton Bruckner. Fue durante el 6 y el 9 de marzo de 1990 cuando el genial director Sergiu Celibidache, uno de los mejores intérpretes del compositor que han sido, se instaló nada menos que en San Florián para interpretar con los solistas, y su Filarmónica de Munich, esta pieza. Los cantantes elegidos fueron Margaret Price (soprano), Doris Soffel (contralto), Peter Straka (tenor) y Matthias Hölle (bajo), quienes pusieron la voz junto al Coro Filarmónico de Munich.
Tocar en un lugar tan caro a la biografía de Bruckner, allí donde está instalado el órgano que él hizo célebre, fue lo que lo puso a Celibidache al frente de sus músicos para declamar una arenga también célebre: «¡Estamos cantando en San Florián! ¡No puede haber un honor más grande que éste!».
Los conciertos fueron rescatados por la EMI para su edición integral de las interpretaciones de Bruckner, en la etapa final de Celibidache en Munich. Aquí, el disco, un pequeño documental sobre los ensayos que derivaron en estas interpretaciones sin parangón, y una presentación de la obra, a cargo del musicólogo Stefano Russomanno.



Camino a las estrellas

>> STEFANO RUSSOMANNO

El éxito de la Misa en re menor contribuye a que el nombre de Bruckner llegara hasta los círculos musicales de Viena. En 1866, ultima su Primera sinfonía —o por lo menos la primera considerada digna de figurar en su catálogo oficial, puesto que ya había escrito dos— así como la Misa núm. 2 en mi menor. Es también una época de encuentros con compositores que habían marcado profundamente su estilo: Wagner en primer lugar, pero también Liszt y Berlioz. En la primavera de 1867, como consecuencia de una profunda depresión, ingresa en un sanatorio y muestra señales de «aritmomanía», una patológica obsesión por contar cualquier cosa: desde las hojas de los árboles hasta los compases de sus composiciones. Algunos meses más tarde, parcialmente recuperado de su enfermedad, se prepara para ocupar el puesto de profesor de Armonía y Contrapunto en el Conservatorio de Viena.



Anton Bruckner


Es entonces cuando empieza a componer en Linz la Misa Nº 3 en fa menor. Aunque finalizada en septiembre de 1867, la obra tuvo que esperar hasta 1872 antes de ser estrenada. Como era habitual en él, Bruckner volvió a revisar la partitura en sucesivas ocasiones (1876, 1881, 1883, 1890). La plantilla definitiva incluye un cuarteto de solistas vocales, un coro mixto, orquesta con cuerdas, maderas a dos y un importante despliegue de metales (4 trompas, 2 trompetas, 3 trombones), además de timbales y órgano.
Es difícil sustraerse a la tentación de no ver en esta misa un eco de los recientes sufrimientos del compositor. Lejos del menor asomo de grandilocuencia, los compases iniciales del Kyrie dan muestra de un sorprendente intimismo. Un lirismo melancólico y velado impregna la conducta de las cuerdas y luego del coro, que se expresan por murmullos, como replegados en sí mismos, desarrollando por imitaciones un motivo descendente de cuatro notas. Las sucesivas invocaciones del Kyrie aportan poco a poco un creciente fervor, aunque dentro de dinámicas relativamente suaves. La sección central Christe posee un tono algo más caluroso: un destacado protagonismo tiene al principio el violín solo, cuya ornamentada línea se entremezcla con las intervenciones de los solistas vocales. El coro permanece al principio en un segundo plano, luego participa con creciente intensidad. La última sección Kyrie se mueve entre estados de ánimo ensimismados y otros vigorosos. Aunque en determinados momentos se alcanzan cumbres de notable intensidad, la pieza finaliza en el clima apagado del comienzo.
Otro aire se respira en el arranque jubiloso y ascendente del Gloria. Toda la primera parte es un enorme hervidero sonoro lleno de fervor y exaltación hasta llegar al «Qui tollis», donde el compositor recupera tonos introspectivos. El diseño ascendente de los violines acompaña las intervenciones —ahora afanosas— del coro. Maravilloso es el efecto cambiante que Bruckner logra sobre las palabras «miserere nobis».
El Gloria se termina con una impresionante y grandiosa fuga («in gloria Dei Patris») en donde voces e instrumentos despliegan todo su poderío. El compositor corona aquí el sueño romántico de una música contrapuntística con un pie en el pasado (Palestrina, Bach) y otro en el presente, cuya traducción sonora se alimenta de una robustez sonora sólo al alcance de las plantillas vocales e instrumentales de la segunda mitad del siglo XIX.
El Credo arranca con un fervoroso carácter afirmativo, marcado por golpes del timbal. Un acusado contraste marca la dulzura del amplio «Et incarnatus est», donde de nuevo el violín solista interviene en combinación con el tenor y la viola. A la voz del bajo es encomendado en cambio el «Crucifixus» que dialoga con el coro. El «Et resurrexit» revitaliza el discurso y tiende un gigantesco puente que desembocará, como ya había ocurrido en el Gloria, en una nueva fuga final de esplendoroso relieve. Siendo ésta la sección más amplia de la misa, Bruckner maneja su arquitectura con férreo control. Así, las palabras «Et in Spiritum Sanctum» retoman los compases iniciales del Credo. Las voces solistas tienen su momento de lucimiento en «qui locutus est per prophetas », episodio de estricta observancia polifónica, y reaparecen en los últimos compases antes del apoteósico cierre del tutti.
Al igual que el Kyrie, el arranque del Sanctus vuelve a sorprender por sus acentos delicados, mágicamente transfigurados por las irisaciones del acompañamiento orquestal. El estallido llega a las palabras «Dominus Deus Sabaoth» sobre vigorosos diseños de las cuerdas.
El «Hosanna in excelsis» es una página brillante, donde las invocaciones de la soprano son retomadas por el coro. Un oasis lírico representa el Benedictus, en donde Bruckner escoge el modo mayor. Un pasaje de esta sección será reutilizado por el compositor en el Adagio de su contemporánea Sinfonía Nº 2, lo que no hace sino confirmar la continuidad de fondo entre su producción sacra y sinfónica.
Tradicionalmente asociado con la expresión de un dolor interior, el Agnus Dei retoma el tono doliente e introvertido que había caracterizado ya el Kyrie, del que retoma el diseño descendente de cuatro notas en un contexto de intenso cromatismo armónico. Grandes contrastes de densidad –explosiones del tutti se alternan con pasajes A cappella– y de dinámicas vertebran esta última sección. La reaparición del sujeto de la fuga conclusiva del Gloria y del tema inicial del Credo otorga al Agnus Dei un papel de recapitulación de la Misa entera. Los compases finales finalizan la obra tal como se había abierto: en un silencioso murmullo.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Bernstein - Misa - Nagano


Maldita misa

>>DIEGO FISCHERMAN

Publicado en Página/12

En la crítica del estreno, publicada por el New York Times el 8 de septiembre de 1971, Harold C. Schönberg decía: «Es una misa show-biz. Es la obra de un músico desesperado por estar en onda. Y, en efecto, esta misa está en onda esta semana. Pero, ¿qué hay del próximo año?». Treinta y tres años después (la edad de Cristo, como conviene recordar cada vez que se acerca Navidad), esta Misa de Leonard Bernstein, subtitulada Una pieza teatral para cantantes, instrumentistas y bailarines y estrenada el mismo año que Jesus Christ Superstar, fue grabada en una versión ejemplar. El sello francés Harmonia Mundi registró las funciones de noviembre de 2003 en la Philharmonie de Berlín, dirigidas magistralmente por Kent Nagano, y acaba de publicar el álbum de dos discos en el que se mezclan el Stravinsky de Las bodas, el jazz, las comedias musicales, la idea de caos de las sinfonías mahlerianas, un coro amplificado, una cinta cuadrofónica, un tenor, algún ritmo de mambo, orquesta, batería, guitarra y bajo eléctrico y hasta un crucifijo roto en pedazos.
La edición, que obtuvo el sello de platino de la revista Opéra y ya se consigue en Buenos Aires, importada por Zival’s, sirve para acceder a una obra tan contradictoria como encantadora, pero también para comprobar hasta dónde el eclecticismo que erizaba el purismo de las terminales nerviosas de las vanguardias de entonces resulta hoy mucho más moderno (y de paso más llevadero) que las estéticas desde las que se lo condenaba.
La obra, encargada por Jacqueline Kennedy para inaugurar el monumental Kennedy Center of Arts de Washington, logró, según algunos críticos, «ser aún más fea que el edificio». Schönberg, en su descripción de la noche inaugural, decía que «estuvieron los que despreciaron la obra como basura vulgar y los que señalaron el irregular tratamiento de la liturgia católica, especialmente en el momento de la destrucción de la cruz. Estuvieron también los que dijeron que Bernstein había puesto su dedo exactamente donde debe ponerlo la Iglesia actual, y que su Misa es un comentario relevante sobre los problemas religiosos. Y estuvieron aquellos, especialmente entre los integrantes más jóvenes del público, que gritaron y aplaudieron y ovacionaron y lloraron y dijeron que era lo más bello que habían oído en su vida».
Por entonces, Estados Unidos luchaba por encontrar alguna clase de épica en el barro de Vietnam y Bernstein, un judío, escribía junto al libretista Stephen Schwarz –el mismo de Godspell, un musical rock bastante exitoso– que «cualquiera que odia a su hermano es un asesino». Curiosamente otro judío metió mano también en los textos que se intercalaban con el ordinario de la misa: Paul Simon. Eran los tiempos –todavía– del hippismo y la teología de la liberación. En su homenaje a quien fuera el primer presidente católico de los Estados Unidos, el Tío Lenny componía una misa para la que reivindicaba, entre otras cosas, la vieja idea de representación teatral que, según sostenía, estaba en el origen de todos los rituales religiosos.
Autor de comedias musicales extraordinarias y de algunas de las mejores canciones jamás escritas (Some Other Time o Lonely Town de On The Town; Maria o Somewhere de West Side Story), Leonard Bernstein tuvo menos suerte con sus obras clásicas. Derivativas, muchas veces pretenciosas, a veces superficiales en su declamación de un humanismo bastante ingenuo, sus sinfonías y piezas corales adolecían de un defecto que antes del posmodernismo liberador de los ‘90 sonaba imperdonable: la falta de unidad estilística. En una época que rendía culto al principio de predeterminación –todo el desarrollo de una obra debía derivarse de unos pocos elementos presentes en el comienzo y de las relaciones a que pudieran dar lugar–, la música de Bernstein era precisamente la que se podía esperar de ese omnívoro incontinente y hedonista en el que confluían un pianista, un compositor, un director de orquesta, un músico de jazz y una estrella del espectáculo. A diferencia de otros, el estilo compositivo de Bernstein nunca fue capaz de –ni estaba interesado en– separar con delicadeza su lado alto de su lado bajo. En ese sentido, resulta revelador que fuera él quien arrancó a Gustav Mahler del olvido y, mucho antes de Visconti y su Muerte en Venecia, cuando –al frente de la Filarmónica de Nueva York– eligió el Adagietto de la Quinta Sinfonía como banda de sonido para el entierro de Robert Kennedy, lo convirtió en hit.
Como Mahler, Bernstein no le teme a lo banal y acepta construir los más grandes relatos con los materiales más vulgares. Su Misa es, en muchos sentidos, un pastiche. Pero hoy es posible valorar en ella cuestiones que en 1971 pasaban desapercibidas, sobre todo su manera de registrar a la perfección el lugar y la época en que fue compuesta. La dificultad mayor para interpretarla es el ensamblaje de todos los estilos y lenguajes que la conforman. El tenor Jerry Hadley, los coros de la Radiodifusión de Berlín y Pacific Mozart Ensemble, el coro de niños Staats-und Domschor Berlín y la Orquesta Sinfónica Alemana, de esa ciudad, lo logran a las mil maravillas. La dirección de Nagano es flexible, expresiva y segura y logra, además, que lo que tiene que sonar popular suene popular. La grabación es excepcionalmente fiel.

martes, 7 de septiembre de 2010

Mahler: discografía esencial. Des Knaben Wunderhorn (2/2)


Mahler: discografía esencial.
Des Knaben Wunderhorn
Segunda parte
(Ver Parte 1)


Se nos ha pedido abundar más sobre la colección mahleriana de canciones Des Knaben Wunderhorn, y lo hacemos con gusto. Recordemos primero unos pocos conceptos del artículo previo: Las 22 creaciones de Gustav Mahler relacionadas con la antología popular de Arnim-Brentano se sitúan en el meollo de su evolución como compositor, en un período que se ha denominado «años Wunderhorn» por su estrecha conexión con esta fuente. Aunque en asuntos humanos los márgenes cronológicos no son rigurosos, podemos encuadrar esta época entre los años 1888 y 1901.
Es relevante la importancia estilística de este ciclo dado que la canción de concierto ocupó siempre la atención central de Mahler, al punto que sus sinfonías deben mucho, e incluso dependen de aquélla; diversos procedimientos narrativos, armónicos, instrumentales o temáticos aparecieron primero en la elaboración de lieder, y sólo más tarde fueron traspasados al género sinfónico. Es bien conocida la afirmación de Mahler cuando comparaba sus sinfonías con un «mundo»; pues bien, este anhelo demiúrgico existe también en lo que atañe a sus canciones. Des Knaben Wunderhorn es por derecho propio un mundo.
Entre 1892 y 1898 Mahler escribió diez canciones inspiradas en el Wunderhorn, concebidas con acompañamiento orquestal desde el primer momento. Éstas son las obras, junto a otras dos más añadidas después, que componen el ciclo al cual llamamos Des Knaben Wunderhorn. Aquí ya se imponen unas salvedades: en sentido estricto no se trata de un ciclo de canciones (no hay un argumento único que se desarrolle en etapas), ni son las únicas canciones que provienen de dicha fuente poética, ni son tampoco las doce piezas que se interpretan usualmente.



1. Canción nocturna del centinela (Der Schildwache Nachtlied), marcha rápida en Si bemol mayor cuyos bosquejos parecen venir de 1888, adopta una forma de rondó y el esquema de un diálogo: el centinela evoca a su amada, la cual parece hablarle en medio de la noche. Conviene apreciar dos tópicos mahlerianos: las resonancias de banda militar que abren este lied y la representación del mundo nocturno, del cual emana la plácida, casi etérea melodía de la amada.

2. Vano intento (Verlor’ne Müh), en La mayor, es un ländler lento escrito para registro agudo y fechado en 1892.

3. Consuelo en la desdicha (Trost im Unglück) adopta nuevamente el esquema de diálogo entre dos voces, oscilando el ritmo entre 6/8 y 2/4.

4. ¿Quién compuso esta cancioncita? (Wer hat dies Liedlein erdacht?) en Fa mayor, data asimismo de 1892; volvemos al ritmo ternario y popular del ländler, y es notable el melisma (melodía vocalizada) que lleva el barítono a lo largo de doce compases. Uno de los grandes desafíos que ofrece este ciclo a sus intérpretes.

5. La vida terrenal (Das irdische Leben), en Mi bemol mayor (y modo frigio) , escrita en 1893, nos reúne con el Mahler de las ironías amargas y tétricas. Un niño hambriento pide pan a su madre. La petición es repetida tres veces: a la primera la madre le responde que antes hay que sembrar la tierra; a la segunda que tiene que cosecharse el trigo; y a la tercera que tiene que cocerse el pan. Pero cuando el pan está cocido «el niño yace ya en su ataúd». Un movimiento perpetuo, simbolizando el molino de la vida, impregna todo el lied.

6. La prédica de San Antonio a los peces (Des Antonius von Padua Fischpredigt) también es de 1893, es otra incursión en la mordacidad. Evoca el famoso episodio de la vida de San Antonio, quien, ante la indiferencia de sus oyentes en una ciudad, sale a predicar a los peces de un lago próximo, los cuales asoman sus cabecitas fuera del agua para escuchar al santo. Pero concluido el sermón, las cosas siguen tal como antes… Mahler genera la sensación de fluidez acuática en el acompañamiento de cuerdas y vientos, adoptando un ritmo ternario (3/8) y la tonalidad de Do menor. Esta briosa página fue más tarde convertida en el Scherzo de la Sinfonía nº 2, acentuando allí el ritmo con el timbal e intercalando fanfarrias que, para mí, coinciden bastante con ideas del malogrado Hans Rott. Pero ése es otro cuento…

7. Leyenda del Rin (Rheinlegendchen) en La mayor, para voz femenina, es lo que se denomina un Tanzlied, una canción con aire danza, común en el repertorio austríaco. Corresponde asimismo al año 1893.

8. Allí donde suenan las bellas trompetas (Wo die Schönen Trompeten blasen), como el anterior, es un lied en Re menor y basado en el contraste de dos voces, firmado en 1898. Volvemos a las reminiscencias militares en los bronces, con algunos interesantes arcaísmos en la armonía, para mi gusto, como los intervalos de cuarta y quinta de las fanfarrias. De hecho, la orquestación es magnífica, llena de color y sutileza.
La canción tiene dos partes. Primero, un soldado llama a su amada por la noche para decirle que antes de un año será su mujer, pero la joven se pone a llorar cuando oye a lo lejos las trompetas que llaman a su amado a la guerra. Al comienzo de la obra se escucha una charanga lejana, atenuada en la primera parte, que se desarrolla en un clima idílico pronto roto por la reaparición de la todavía distante fanfarria militar. Los tonos menor y mayor se alternan, mientras la banda militar se va acercando cada vez más, incrementando el dramatismo de la inminente partida.

9. Canción del prisionero en la Torre (Lied des Verfolgten im Turme), como el anterior, es un lied en Re menor, y vuelve al esquema de diálogo y ritmos cambiantes de 12/8 y 6/8. Escrita en 1898. De nuevo aparecen una mujer y un hombre dialogando. El hombre está prisionero en una torre y su amada le habla desde detrás de la puerta. Él dice que lo único que cuenta en el mundo es la libertad, a la que nada debe perturbar. La mujer le dice que el hombre nació para ser feliz, pero él sigue insistiendo en la necesidad de libertad, ante lo cual su amada acaba por lamentarse también. Para no escucharla, el hombre renuncia a su amor por ella, con lo que sus pensamientos quedarán libres también.

10. Elogio de la elevada inteligencia o Alabanza de la mente superior (Lob des hohen Verstands), de 1896, fue titulado al principio Elogio de los críticos, lo cual es todo un desahogo del compositor, hastiado de la cerrada oposición con que eran recibidas sus obras. El texto cuenta de una competencia entre un ruiseñor y un pájaro cucú, que se someten al juicio de un asno para determinar cuál de los dos canta mejor. La orquestación es muy refinada, representando hábilmente a los tres animales.

11. Toque de diana (Revelge). Viene del año 1899, y Mahler la consideraba la más importante de todas sus canciones. Volvemos al Re menor y al ambiente militar, en tiempo de marcha rápida de 4/4. Guarda un estrecho parentezco con la Sexta Sinfonía, particularmente con el primer movimiento de dicha obra.
El texto habla de la Guerra de los Treinta Años y su brutalidad. Por eso la metáfora del lied, en que una procesión de esqueletos venidos tras una batalla desfila ante el balcón de la amada, obligada a ver el espectáculo. Como se ha dicho, «la música es desgarrada pero a la vez burlona, con su lúgubre onomatopeya trailarí-trailará, repetida de forma obsesiva junto a la marcha espectral. Sus ecos llegarán incluso hasta la Sexta Sinfonía, por lo realista, y hasta la Séptima, por lo fantástico. Incluso se podría emparentar con el Wozzeck de Alban Berg, en cuya tercera escena del Acto I, una marcha militar retoma estos motivos de Revelge. Este lied nos habla de la Guerra de los Treinta Años y de lo que esta significó para el pueblo alemán, con su procesión de muertos y vidas quebradas. Aquí ya no es, como en los Lieder eines fahrenden Gesellen, un hombre el que se desintegra, sino toda una colectividad, todo un pueblo. Las espadas se oyen en segundo plano de forma destructiva, la música se convierte en grito, despreciando lo popular e imponiendo el horror de la guerra».

12. El joven tambor (Der Tambourg’sell) fue añadida en 1901. Es una marcha lenta en Re menor y ritmo de 2/2. Esta canción y la anterior aparecieron junto a los Rückert-Lieder bajo el nombre genérico de Canciones de la última época.

Tres canciones más de este ciclo fueron trasladadas por el compositor a sendas obras de su corpus sinfónico, y por esta razón se las omite a veces en la interpretación.

13. Cantan tres ángeles (Es sungen drei Engel), de 1895, que se incorpora a la Sinfonía nº 3 como quinto movimiento.

14. Luz primigenia (Urlicht), de 1892, fue incorporada a la Sinfonía Resurrección como cuarto movimiento. Su orquestación es sumamente traslúcida, casi diría ingrávida, para dejar espacio al recogimiento de la melodía vocal.

15. La vida celestial (Das himmlische Leben). Tomando la explicación del sitio todOpera, esta canción «se incorporará, con alguna modificación en su orquestación, como último movimiento de la Cuarta Sinfonía; si bien con anterioridad Mahler había pensado usarlo como final de la Tercera. Se trata de una evocación de la vida celestial de carácter más bien terrenal en cuanto a sus imágenes. En esta visión se baila y se canta bajo la mirada indulgente de San Pedro; se sacrifican inocentes corderos, que acuden para ser degollados; el vino abunda; los ángeles hacen pan; Santa Marta ejerce de cocinera de los más sabrosos platos... Todo acompañado por una deliciosa música que Santa Úrsula ofrece a los presentes. La ironía va decreciendo hacia su desaparición; hasta que la última estrofa, presentada en mi mayor —tonalidad que Mahler asociaba a la certeza— canta ‘Ninguna música terrenal puede compararse a la nuestra...’. El arpa acompaña la melodía, concluyendo la obra serenamente en paz».

Como se ha visto, en varias de estas canciones el esquema es dual, es decir, existen dos sujetos en diálogo. Por esta razón encontrarán estas canciones distribuidas entre dos cantantes. Menos habitualmente un solo intérprete (Quasthoff, por ejemplo) asume la caracterización de dos personajes, necesitando una gran habilidad e inteligencia en el uso de sus recursos vocales.
Esperamos haber contribuido con estas explicaciones a comprender y disfrutar mejor estas obras maestras.

Fuentes utilizadas:
-
Enciclopedia de los Grandes Compositores, Ed. Salvat. Capítulos dedicados a Mahler.
- http://www.todoperaweb.com.ar/biblio/DesKnabeWunderhorn.html


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Para seguir apreciando esta bella obra, tras la selección ofrecida de las versiones de George Szell, Riccardo Chailly y Claudio Abbado, sumamos la correspondiente a Klaus Tennstedt, con la Orquesta Filarmónica de Londres y los cantantes Lucia Popp (soprano) y Bernard Weikl (barítono). Las pistas fueron grabadas entre febrero de 1985 y marzo de 1986, y un año después el sello EMI publicó el LP. La reedición en CD se produjo como parte de la colección económica Red Line, que EMI lanzó al mercado diez años más tarde, en 1997, y es la que se ofrece en esta ocasión.
Esta edición se complementa con una lectura de los Lieder eines fahrenden Gesellen, con la English Chamber Orchestra dirigida por Jeffrey Tate y Thomas Allen (barítono) como cantante.


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viernes, 3 de septiembre de 2010

Mahler: discografía esencial. Des Knaben Wunderhorn (1/2)


Mahler: discografía esencial. Des Knaben Wunderhorn
Primera parte
(Ver Parte 2)

La pervivencia fecunda de la niñez

En Mahler los ciclos vocales son esenciales. Dijimos en un artículo anterior, dedicado aquella vez a las cuatro canciones del Camarada Errante, que en el compositor el mundo del lied se entremezclaba con el de la sinfonía. La sociedad de las dos esferas creativas generó un mutuo enriquecimiento, y también fueron arrastradas por la propensión a lo descomunal que tanto caracterizó a Mahler (y tantas críticas le acarreó).
El Mahler liederista escribió colecciones justamente célebres como la antes citada, o el par basado en poemas de Friedrich Rückert (los cinco Rückert-lieder y los Kindertotenlieder), como asimismo la grandiosa Canción de la tierra. Pero no son las únicas canciones, y de eso trataremos de darles hoy una idea, que ojalá funcione a la vez como tentación.
Hay un texto que inspiró continuamente a Gustav Mahler, como también a otros creadores alemanes; obra poética, pero que no constituye ciclo formal ni se debe a una sola mente, pues se trata de una antología de cantos populares compilados entre 1805 y 1808 por Clemens Brentano y Achim von Arnim titulada Des Knaben Wunderhorn (en español El muchacho de la trompa maravillosa o El cuerno mágico de la juventud), con dedicatoria a Goethe. Esta colección de casi 500 textos recogidos de la tradición folclórica logró una inmensa popularidad en esa Alemania previa a la unificación de Bismarck, cuando el territorio contenía una pléyade de estados rebosantes de personalidad. Eran los tiempos en que Hegel especulaba sobre el volkgeist y la influencia del colectivo en la producción artística. Quizá pueda decirse que el Wunderhorn ocupó entonces, a su manera y en cierto sentido, el lugar de los cantares de gesta o las mitologías en otras naciones, es decir, un «gran relato» donde los elementos identificadores de una identidad nacional podían hallarse más o menos establecidos.
Mahler recogió trechos de esta colección en diferentes momentos de su vida, reacomodando varios de ellos en obras sinfónicas, de manera que no puede decirse que el Wunderhorn haya producido una sola idea redonda y concluyente (de claro comienzo y final) en la mente del compositor, sino que operó como manantial inagotable de ideas y estímulos.



Gustav Mahler y su hermana Justine, en 1899

Así pues, el grupo de canciones publicadas por Gustav Mahler bajo el título de Des Knaben Wunderhorn en 1899 no son ni un ciclo formal ni tampoco las únicas obras procedentes de dicha antología; hay canciones Wunderhorn anteriores, y también posteriores. Notarán incluso, en las versiones que acompañan esta entrada, que no hay siquiera un solo criterio para organizarlas al momento de su interpretación. Estamos, no lo duden, ante el ítem inspiracional concreto más importante de Mahler, al menos del Mahler liederista.
Nuestro músico tuvo una particularidad que lo emparenta con Schumann, y fue su buen gusto literario cuando se trató de elegir textos que llevar a la música. Por ejemplo, los textos de Rückert dan cabida a momentos emocionantes, y sin embargo no todos los poemas escritos por Rückert vuelan siempre a la misma altura. Diciendo esto quiero enfatizar la sensibilidad de Mahler a la poesía; sabía leer, tenía juicio para evaluar lo que leía. Pues bien, este mismo hombre se sintió impactado por la colección de Arnim y Brentano, la cual no tiene precisamente grandes pretensiones de estilo. Que no se malentienda: ambos autores fueron también estupendos poetas, dueños de un honorable puesto en las letras alemanas, y no hay vulgaridad en el Wunderhorn; pero mi punto es que no fue el fino olfato literario lo que atrajo a Mahler a esta obra, sino su conexión con lo que no dudo en llamar la inocencia.



El niño Gustav, a sus cinco años

Sabemos que la infancia de Gustav estuvo salpicada de amargura, y su sensibilidad artística quedó impregnada con esas vivencias. Sin embargo, como leí en una biografía sobre Beethoven, incluso los niños tímidos tienen momentos alegres (yo preferiría decir «incluso los niños doloridos»). Incluso los hombres que parecen hechos de cólera, como el Mahler adulto, están sedientos de afecto. Y en la evidente simpatía del compositor hacia esta colección popular me parece percibir añoranza de días más felices, más amables, más arquetípicos y arquetipizados, como suelen ser para cada ser humano los días de la inocencia infantil.
Tal vez esa misma inclinación hacia lo mortuorio que recorre la producción mahleriana no sea sólo una cicatriz debida a las fatalidades de su biografía, sino el anhelo pujante de cruzar el umbral supremo a fin de recuperar lo amado que se ha perdido. Algo así como un retorno a la patria de los afectos. Pero el examen de esta intuición queda para otros especialistas; en esta ocasión nos ceñiremos al incombustible entusiasmo con que Mahler volvió una y otra vez sobre los textos del Wunderhorn.
Ernesto Sábato escribió que todo artista es un ser que ha conseguido mantener en su adultez las características de la infancia (la curiosidad, el entusiasmo, el don del asombro). El caso de Mahler se corresponde con esta aguda observación. Des Knaben Wunderhorn señala, en efecto, la pervivencia fecunda de la niñez en este gran compositor.
Un dato a tener en cuenta es la evolución estética que desarrolla Mahler en los «años Wunderhorn» (de 1887 a 1901), que además de las canciones comprenden las sinfonías Segunda, Tercera y Cuarta. El mundo contenido en la colección de Arnim-Brentano abarca leyendas medievales, aventuras de Tannhäuser, Carlos V, del caballero San Jorge, ecos de viejas guerras germanas con una mezcla agria e irónica entre lo noble y lo grotesco, contemplaciones del Paraíso, etc. Vale decir, un cosmos temático extremadamente afín al compositor.
Ya que hemos apuntado la pervivencia de la infancia, recordemos también que en los niños se da una mezcla poco reflexiva entre el candor y la agresividad, que en un caso puede llevar a lo tierno y en otro a lo grotesco. El Wunderhorn mezcla también lo infantil y lo demoníaco, el sarcasmo con la ingenuidad, la admiración con la crítica, originando una ambivalencia que no podía dejar de fascinar a Mahler, que descubrió con ello excelentes maneras de dar cauce artístico a sus propias contradicciones.


En el bosque
o Niño con cuerno, pintura de Mauritz von Scwind

Las canciones
El compositor escribió 22 canciones basadas en textos del Wunderhorn, las primeras de las cuales aparecidas en la colección Canciones y tonadas para la juventud (Lieder und Gesänge aus der Jugendzeit), publicadas por la editorial Schott en febrero de 1892, y escritas unas entre 1887-88 y otras entre 1882-83. Por lo visto, Mahler conocía de antaño selecciones de esta colección, lo cual no sería raro: el propio Goethe decía que en cada hogar había un sitio para esta obra. Viene al caso recordar también que Josef Steiner, amigo juvenil del músico y especialista en poesía alemana, puso en contacto al joven Gustav con el Wunderhorn cuando ambos eran universitarios.
Como sea, la publicación de las canciones agrupadas bajo el título Lieder und Gesänge en el año 1892 nos sirve como fecha oficial para el inicio del período Wunderhorn en Mahler, que dominará la práctica totalidad de su producción liederística y se infiltrará también en sus obras sinfónicas.
A continuación enumeramos los lieder publicados entre 1899-1901 como Humoresken, luego agrupados como Des Knaben Wunderhorn, recordándoles que el orden e incluso la presencia de algunos de ellos está sujeta a cambios según tal o cual interpretación:

1. Der Schildwache Nachtlied (Canto nocturno del centinela, 1892).
2. Verlor’ne Muh’! (Vana tentativa, 1892).
3. Trost im Ungluck (Consuelo en la desgracia, 1892).
4. Das Himmlische Leben (La vida celestial, 1892 – utilizada luego en la Sinfonía Nº 4)
5. Wer hat dies Liedlein erdacht? (¿Quién compuso esta cancioncilla?, 1892).
6. Das irdische Leben (La vida terrenal, 1893).
7. Urlicht (Luz primigenia, 1892 — incorporada a la Sinfonía Nº 2)
8. Des Antonius von Padua Fischpredigt (San Antonio de Padua predicando a los peces, 1893 – base temática del Scherzo de la Sinfonía Nº 2)
9. Rheinlegendchen (Leyenda del Rin, 1893).
10. Es sungen drei Engel (Cantan tres ángeles, 1895 –incorporada como quinto movimiento a la Sinfonía Nº 3, añadiendo el coro infantil)
11. Lob des hohen Verstands (Elogio de la alta inteligencia, originariamente Elogio de los críticos, 1896).
12. Lied des Verfolgten im Turm (Canto del prisionero en la torre, 1898).
13. Wo die Schönen Trompeten blasen (Allí donde suenan las bellas trompetas, 1898).
14. Revelge (Toque de diana, 1899).
15. Der Tambourg’sell (El joven tambor, 1901).

Las canciones Wunderhorn constituyen verdaderos catálogos de temáticas, recursos y rasgos estilísticos del compositor (resonancias de bandas militares, sarcasmo, dolor, muerte, abandono, aires populares, mundo infantil, temáticas ultraterrenas…), quien las concibió desde un comienzo para voz y orquesta, a diferencia de otros ciclos en donde la instrumentación llegó después. Además, salvo Schumann y Brahms, Mahler fue casi el único gran creador que llevó a cimas artísticas la antología de Arnim-Brentano, cuya importancia capital en el corpus mahleriano nunca debe ser pasada por alto.
Personalmente, el ciclo informal del Wunderhorn está entre mis grandes predilecciones. Desde hace algún tiempo la obra viene recuperando su justa valoración, incrementando cada vez más el catálogo de discos en que se la puede encontrar. Para introducirlos a ella he elegido tres versiones:

George Szell, con la Sinfónica de Londres y los cantantes Dietrich Fischer-Dieskau y Elisabeth Schwarzkopf (1968). Mi preferida con diferencia. Versión magnética, extraordinariamente cantada por quizá la dupla suprema del lied alemán durante el siglo XX. Szell manifiesta además toda su soberanía en la dirección, manteniendo la música en un constante estado de perfección, ritmo pujante, belleza sonora, transparencia y vivacidad. Todo en uno. Una versión para atesorar.


Ricardo Chailly, con la orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam y los cantantes Barbara Bonney, Sarah Fulgoni, Gösta Winbergh y Matthias Goerne (2000). Chailly avanza otro paso más en su peregrinaje por el mundo mahleriano con esta magnífica versión del ciclo, quizá menos veloz que otras pero, por eso mismo, capaz de traer a la superficie mil nuevos matices. Esto favorece las canciones entregadas a la voz femenina, mientras que las masculinas podrían requerir más garra. Aun así, la maestría instrumental de la orquesta es reluciente, en especial (como suele ser) en el apartado de los vientos de madera y metal.

Claudio Abbado, con la Filarmónica de Berlín y los cantantes Anne-Sophie von Otter y Thomas Quasthoff (1999). Este disco significa el encuentro de cuatro grandísimos intérpretes. La tenaz predilección de Abbado por el compositor bohemo ya ha dejado numerosos testimonios en la historia del disco, y la Filarmónica de Berlín aborda con solvencia esta parte del repertorio mahleriano (no siempre se la siente cómoda en las grandes sinfonías). Quasthoff en plenitud vocal, von Otter con la sabiduría de la madurez y de su conocida inteligencia. Una de las mejores versiones recientes.

* * *

La elaboración de este ensayo superó numerosos tropiezos imprevistos, lo cual mermó el tiempo que había pensado dedicarle y puso a dura prueba la paciencia de nuestro estimado webmaster, por lo cual le pido públicas disculpas. También esta falta de tiempo me impide abundar más en cada una de las canciones, pero aun así les animo a escucharlas, seguro de estar proponiéndoles una cita con la belleza, con la tradición del lieder alemán en una de sus manifestaciones finales, y con uno de los grandes genios que ha conocido la historia de la música. Déjense encantar e incluso enternecer por Gustav Mahler, porque él es capaz, muy capaz, de conseguirlo.


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miércoles, 1 de septiembre de 2010

Martinů - La epopeya de Gilgamesh - Bělohlávek



La epopeya de Martinů

>> STEFANO RUSSOMANNO

Si el Triple Concierto de Beethoven constituye un ejemplo único y excepcional dentro de la música de su época, existe un compositor del siglo XX que es autor, no de una, sino de dos obras para esta misma plantilla. Se trata de Bohuslav Martinů. En la primavera de 1933, Martinů compuso en París un Concierto para trío (violín, violonchelo y piano) y orquesta. Y como si eso no fuera suficiente, algunos meses más tarde –en agosto– escribía un Concertino para trío con piano y orquesta.
Viene al caso citar esta anécdota para mostrar lo prolífico y lo excéntrico que fue a veces el compositor checo en su trayectoria creadora. Su amplísimo catálogo incluye piezas tan extravagantes como el Cuarteto para clarinete, trompa, violonchelo y percusión; el Sexteto para flauta, oboe, clarinete, dos fagotes y piano; o el noneto Pastorales de Stowe para cinco flautas de pico, clarinete, dos violines y violonchelo. En este aspecto, Martinů recuerda a compositores barrocos como Telemann no sólo por la gran cantidad de piezas que escribió sino por el gusto de experimentar con conjuntos instrumentales atípicos.
También La epopeya de Gilgamesh muestra rasgos únicos entre los oratorios del siglo XX. La renuncia a tratar un tema de tipo religioso sería ya un elemento llamativo, pero aún más sorprendente puede resultar la elección de un tema relacionado con la mitología babilónica. Antiguo soberano luego divinizado, Gilgamesh es protagonista de un poema épico considerado como la más alta obra poética del antiguo Oriente Próximo. En esta epopeya se narra la amistad entre Gilgamesh, dios en sus dos terceras partes y hombre en un tercio, y Enkidu, creado desde la arcilla por la diosa madre Aruru.

Los dos son protagonistas de hazañas fabulosas en países míticos, hasta que Enkidu muere. Desesperado, Gilgamesh vaga por muchas tierras intentando encontrar el modo de devolverle la vida al amigo. Sólo conseguirá evocar a su sombra para conocer el destino que espera a los hombres después de la muerte. Será en aquel momento cuando Enkidu le dibuje la triste condición de quienes residen en el reino de los muertos.
El texto de la epopeya de Gilagamesh subsiste en diversas fuentes. Existe una redacción babilónica del siglo XII a.C. que reelabora a su vez otra más antigua del siglo XVIII a.C. También hay una versión asiria, conservada en la biblioteca del rey Assurbanipal (siglo VII a.C.). De esta última procede la traducción inglesa de Reginald Campbell Thompson, publicada entre 1928 y 1930, que Martinů utilizó para su oratorio en un primer momento. Más tarde, volcó el texto al idioma checo.
Compuesto en Niza en 1955, el oratorio se divide en tres bloques: Gilgamesh, La muerte de Enkidu e Invocación. La primera parte, basada en las tablillas 1 y 2 de las doce que componen el poema épico, habla del nacimiento de Enkidu y del estado salvaje en que pasó su juventud, hasta que una cortesana lo sedujo y lo llevó a la corte de Gilgamesh. La segunda parte, basada en las tablillas 7, 8 y 10, habla de la muerte de Enkidu y la consiguiente desesperación de Gilgamesh. En la tercera parte, basada en la tablilla 12, Gilgamesh acude al templo de Enlil con la esperanza de resucitar al amigo, aunque inútilmente. Tampoco las oraciones dirigidas al dios de la luna sirven de nada. Pero al final sus ruegos obtienen respuesta: el protagonista tiene la posibilidad de poder hablar con el espíritu de Enkidu y éste le describe la vida en el reino de los muertos.
En La epopeya de Gilgamesh, Martinů ofrece una prueba del eclecticismo de su lenguaje. Sin embargo, el arcaísmo del argumento influye en los rasgos estilísticos de la obra. El compositor elige una tímbrica al mismo tiempo severa y desnuda. El metal y la percusión tienen confiado un papel preponderante, mientras que la madera queda reducida a un segundo plano tanto por número como por importancia.
La materia sonora aparece aquí tallada en grandes bloques geométricos, aunque no faltan detalles de gran refinamiento armónico y tímbrico. Este último aspecto destaca precisamente en los primeros compases, donde la cuerda establece con su intervención un misterioso horizonte que parece retrotraernos a épocas remotas. Tanto aquí como más adelante Martinů opta por un lenguaje armónico más ambiguo y disonante que de costumbre. A la sobriedad de las líneas vocales, que entonan el texto de manera silábica, se contrapone, en cambio, una rítmica compleja e insistente, de rasgos stravinskianos. Pero cuando el coro describe la vida de Enkidu en los campos, Martinů cede por un momento a la tentación de los tonos idílicos y pastoriles que tan cercanos le resultaban.
Magnífica es la intervención del coro cuando narra el acercamiento de Enkidu al cazador y la cortesana, un episodio de una plenitud sonora y polifónica digna de Kodály. La orquesta, caracterizada hasta ahora por una solemne austeridad, se expande en miles de colores y muestra, a través de la figura de la cortesana, las delicias y el lujo de la vida en la ciudad. La seducción se expresa con total intensidad en la intervención de la soprano solista, a la que los instrumentos y el coro de voces femeninas aportan un fondo sonoro de esplendor oriental. En tonos grandiosos y viriles, la intervención final del coro describe el acercamiento de Enkidu a Gilgamesh, comienzo de una gran amistad.
El arranque de la segunda parte se caracteriza por el clima íntimo de las sonoridades, suavizadas por el protagonismo de las maderas y el empleo de las sordinas. Las mujeres cantan el poder de la muerte en una intervención de gran dulzura.
Unos rasgos más angustiados presenta la intervención de Enkidu (encarnado por un tenor solista), que relata los presagios de muerte recibidos en sueños. El coro intenta tranquilizarlo, pero sin éxito. La atmósfera se ensombrece. Sobre el oscuro marasmo de la orquesta, Gilgamesh (bajo) eleva su lamento ante la muerte próxima del amigo.
La descripción de la agonía de Enkidu es confiada a la emotiva intervención del coro, en medio de cuyas intervenciones alcanza su punto culminante el desgarro de Gilgamesh. Aun así, se evitan los alardes de dramatismo exterior a favor de una expresión casi litúrgica y ritual de los sentimientos humanos.
La tercera y última parte es la única que comienza con una breve introducción instrumental. La sonoridad del arpa y el piano introduce al oyente en la dimensión de esotéricos ceremoniales paganos. La soprano le pregunta a Gilgamesh la razón de su tristeza y él, sobre un amenazador fondo del metal, le cuenta su desesperación por la muerte del amigo.
La invocación para despertar el alma de Enkidu da lugar a un episodio en el que se despliegan todos los recursos del exotismo musical (en algunos momentos, el preciosismo de los timbres recuerda a Szymanowski).
La aparición de Enkidu marca el punto culminante del oratorio. Las exhortaciones de Gilgamesh desatan en la orquesta un crescendo que se hace progresivamente apocalíptico y alucinado. A pesar de todo, el episodio desemboca en un cuadro de sosiego sobrenatural. Martinů se detiene un momento antes de decir algo firme acerca del destino del hombre.
Las misteriosas sonoridades del final pueden interpretarse por cada cual bien como expresión de serenidad, bien como mensaje de tristeza y resignación. La música emite reflejos de luces lejanas y débiles, pero es imposible establecer si se trata de una visión de paz o de duelo.
En La epopeya de Gilgamesh, el compositor lleva al oyente hasta el umbral del más allá. Y allí se queda. Porque las palabras no pueden traducirlo. Y, según Martinů , la música tampoco.

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Para disfrutar de esta obra magnífica, proponemos la versión interpretada por Marcela Machotková (Una Mujer, soprano), Jiří Zaradníček (El cazador / Enkidu, tenor), Václav Zítek (Gilgamesh, barítono), Karel Průša (El narrador / El padre del cazador / El espíritu de Enkidu, bajo), Otakar Brousek (narrador), el Coro Filarmónico Checo y la Orquesta Sinfónica de Praga, con la dirección de Jiří Bělohlávek.