martes, 28 de diciembre de 2010

Bruckner - Sinfonía en re menor - Von Gelmini


Bruckner, con batuta femenina

>>JOHN F. BERKY

Traducción de Fernando G. Toledo


En 1975, una de las primeras grabaciones en estéreo de la iniciática Sinfonía en re menor fue grabada por el sello alemán Colosseum, y representó el debut discográfico de Hortense von Gelmini (nacida en 1947), al frente de la Nürnberger Symphoniker.
La grabación recibió buenas reseñas, y el sello decidió grabar unas pocas obras más con la directora en la batuta (Schubert y Roussel), pero los registros de Colosseum nunca salieron en CD y son, hoy por hoy, una verdadera rareza.
Esta obra y esta grabación deben de tener un valor especial para la señora Von Gelmini, si tenemos en cuenta que el disco es profusamente mencionado en su página oficial de internet.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Brahms - Réquiem alemán - Giulini (WPO)


Una misa para los hombres, no para los dioses

>>VÍCTOR M. BURELL


«Bienaventurados los que lloran
porque ellos serán consolados»
(San Mateo V, 4)

Con estas palabras de San Mateo comienza el Réquiem alemán. Desde la contemplación puramente musical que de la muerte hiciere Mozart, sin omitir los pasajes de la ira divina para los condenados, han pasado bastantes años, hasta que en 1867 ven la luz los tres primeros movimientos de la que terminaría siendo partitura más extensa del compositor de Hamburgo.
Muchos análisis perciben a Johannes Brahms como un hombre hermético. No creo que sea ése el término adecuado. Aquel alemán del norte, que encontró en Viena su verdadera casa, era introspectivo; pero la calidad sentimental y la bonhomía le hacen próximo, con esa proximidad que jamás se resquebraja.
La macroobra es la traducción más directa de aquel carácter transcendente aunque elemental, infantil en muchos de sus presupuestos entre los que destaca la fidelidad. Frente a la carga religiosa de la muerte, que ya había informado otras misas de réquiem desde la fundamental de Guillens, Brahms reafirma el lado humano de la cuestión, su música rubrica la meditación tranquila de los vivos sobre el paso hacia la muerte.
Es cierto que el delicado intimismo, aún sin dolor, vendrá después con la extraordinaria pieza de Fauré; pero ya aquí, la vivencia de lo inmediato (la muerte siempre puede serlo) contiene los elementos de paz y de consuelo que proporciona lo inevitable.
Toda carne es como hierba, y toda gloria del hombre como la flor de la hierba; aquélla se seca y la flor cae... Tened paciencia hasta la venida del Señor. El afecto y la admiración del joven Brahms por Schumann, inmediatamente después de que con veinte años se le acogiera en su casa de Düsseldorf, duró toda la vida. Schumann moría en 1856 y el segundo movimiento del Réquiem data de 1857, por lo que Kalbeck, biógrafo del compositor, sugiere que la obra nace como proyecto de homenaje al amigo. Lo cierto es que el nombre sí sale del Libro de proyectos del creador de Escenas infantiles. El fallecimiento de su madre, con la que no llega a contactar en el momento de su muerte por algunas desavenencias que les tuvieron separados varios meses, precipita la necesidad de acabar la composición ya iniciada. Corría el mes de febrero de 1865. Brahms no componía con facilidad, volvía una y otra vez sobre las obras, de ahí el retraso de su mundo sinfónico, pero al fin, el 18 también de febrero de 1869, se estrena en Leipzig el monumental Réquiem que alcanzaría pronto una veintena de audiciones dentro de Alemania, para no tardar demasiado en saltar a Londres, San Petersburgo y París. Los acentos de dolor se confundían con la fe, propiciando una resignación estoica que seguía la línea de las grandes misas de difuntos alemanas, como la de Schutz o la Cantata núm. 106 (Actus Tragicus) de J. S. Bach.
Cristo no aparece en los textos elegidos (Salmos, Isaías, Evangelios de San Mateo y San Juan, Epístolas de San Pablo a los corintios y a los hebreos, de San Pedro y Santiago y Apocalipsis) que se distribuyen en siete movimientos entre los que el cuarto, con la visión idílica del Paraíso, es el centro sobre el que gira el resto, empezando por «Bienaventurados los que lloran» (ya citado primer movimiento) y terminado por el último (núm. 7) «Bienaventurados los muertos», cerrándose así el ciclo.
Los números segundo y sexto tratan de lo transitorio de la vida terrena y la gloria del más allá, y el tercero y el quinto referencian la paz y el consuelo. En el tercero y sexto aparece el barítono y la soprano en el quinto, añadido más tarde seguramente como mención de la madre desaparecida: Como aquél al que consuela su madre, así os consolaré Yo a vosotros.
La independencia pues del modelo tradicional, procedente del servicio fúnebre latino de la Iglesia Católica, es evidente. La elección de textos alemanes de la Biblia traducida por Lutero, connota el destino del oficio. Se pasa sobre los difuntos amenazados por el Juicio Final hasta nosotros, los vivos, a los que cuando llega el momento último de la existencia se aporta la paz de la bienaventuranza.
Musicalmente hablando, el Réquiem se abre con una discreta orquestación, omitiéndole los sonidos brillantes de violines, clarinetes, trompetas... para que las voces del coro cobren una dimensión aérea, casi desencarnada.
El segundo movimiento contrasta fuertemente con el anterior al utilizarse timbres más brillantes que en el primero. Los violines se dividen en dos secciones, luego se pasa a la sordina y a pianissimos en contrastes de luces y de sombras que devienen finalmente en un himno de alegría.
Es entonces cuando entra el barítono con pujanza para dialogar con la masa coral, coronándose la sección con una fuga orquestal y otra vocal, sempre con tutta forza, que reposan sobre un punto de pedal tónico que las ensambla.
El cuarto movimiento restaura la serenidad, describiendo el Paraíso a través de la ternura dibujada sobre todo por la madera en inversión a las voces que desenvuelven un alegre fugato.
Después de publicada la primera edición, se añadió el quinto movimiento dedicado a la soprano, excelsa participación que se eleva sobre el murmullo del coro como un pájaro celestial. Yo os consolaré como una madre consuela a sus pequeños, así se llega a la transfiguración de la madre en un plano más ideal.
Vuelve el barítono y declama en el número seis tras los cambios de acordes en las voces: «¡He aquí! os digo un misterio»; pero en lugar del horrísono último juicio se transmite un mensaje de juicio por el coro y la orquesta: «Muerte, ¿Dónde está tu aguijón? ¿Dónde ¡oh sepulcro! está tu victoria?», y el movimiento acaba con una doble fuga de auténtica fuerza haendeliana.
El final, cerrando el ciclo perfecto, retorna al principio con textos paralelos y música que vuelve a aquellos concluyentes temas dando unidad a la monumental obra.
«Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante mueran en el Señor». «Sí», dice el Espíritu, «descansarán de sus trabajos; pero sus obras continuarán con ellos» (Apocalipsis XIV, 13).

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Para disfrutar de esta obra, proponemos la inspirada versión de Carlo Maria Giulini, al frente de la majestuosa Filarmónica de Viena, junto a los solistas Barbara Bonney (soprano) y Andreas Schmidt (barítono) y la Asociación de Conciertos del Coro de la Ópera de Viena, publicada en 1988 por Polydor.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Wagner - Tristán e Isolda - Barenboim (Berlín)



Una ópera de «peligrosa fascinación»



>> DIEGO GONZÁLEZ PARDO


«Deja un sabor de exilio, como todo lo
que mezcla lo absoluto con el tiempo»
Emil Cioran


a N. Z.


«Ya que nunca he sentido la verdadera felicidad del amor, pretendo erigir un monumento al más bello de los sueños, un monumento en el que este amor esté saciado convenientemente de principio a fin; he concebido en mi mente Tristán e Isolda, la más simple pero también más viva creación musical». Wagner escribió esto a su amigo y confidente Franz Liszt en diciembre de 1854. Se encontraba en Zurich, exiliado a causa de sus actividades revolucionarias durante el levantamiento de Dresden en 1849: Había escrito las letras de las cuatro partes del Anillo, había compuesto en su totalidad El Oro del Rin y estaba trabajando en el acto final de La Valquiria, pero como siempre estaba escaso de dinero, y las perspectivas de ver El Anillo interpretado eran muy lejanas; de hecho, habrían de pasar otros 20 años para que el ciclo fuese completado, y 22 para su escenificación.
Tristán fue concebida como una obra práctica, con pocos cantantes y corta duración. Sin embargo Wagner, siguió componiendo los dos primeros actos de Sigfrido antes de que la extrema necesidad de componer Tristán le instase a dejar aparte aquella ópera y poner todo su empeño en este nuevo proyecto.
Había mucho que investigar, ya que la leyenda de Tristán existía en diferentes versiones que se remontaban a los comienzos de la Edad Media. Wagner quería desenterrar de entre una enorme cantidad de complicadísimas tramas el núcleo de la historia, concentrándose exclusivamente en lo que consideraba esencial.
El libreto resultante es una obra maestra de la estructura dramática, con cada acto conduciendo a su propio clímax, con una economía y una fuerza casi inigualables en cualquier otro texto de la historia de la ópera.

La revolución de Tristán

«Pero aún hoy busco una obra que posea una fascinación tan peligrosa, una infinitud tan estremecedora y dulce como el Tristán, en vano busco en todas las artes. Todas las cosas peregrinas de Leonardo da Vinci pierden su encanto a la primera nota del Tristán»
F. Nietzsche


Cuando compuso Tristán e Isolda, Wagner no tenía ninguna intención de provocar una revolución musical. El hecho de que desarrollase para esta obra un nuevo lenguaje musical fue resultado de su necesidad de expresar estados de ánimo nunca antes descritos en música o drama.
El objetivo de Wagner era describir un amor tan ardiente que se sacrificasen ante él todos los valores mundanos, no por capricho sino por la voracidad de su pasión, que lleva a Tristán e Isolda a traicionar al rey Mark, soberano de Tristán y prometido de Isolda, y conduce a los propios amantes a desear la muerte.
Para comunicar este estado, Wagner provocó en primer lugar una revolución en la armonía. llevando el cromatismo musical a extremos insospechados.
Los compases iniciales del Preludio (el grupo de cuatro notas más analizado de la historia de la Música) consiguen crear una atmósfera de tensión de la que parece no haber descanso. La primera frase, violonchelos ascendentes seguidos de acordes cuya resolución es ambigua –el famoso «acorde Tristán»– se repite tras un largo silencio, eliminando Wagner cualquier fundamento sobre el que podamos descansar, o tener expectativas de encontrar. Y así continúa durante toda la obra, de forma que nosotros, igual que sus personajes, estamos en estado constante de agitación e insatisfacción.
De acuerdo al compositor francés Vincent D’Indy, su colega Emmanuel Chabrier comenzó a sollozar al oír en Bayreuth la primera nota de Tristán e Isolda. La persona que estaba sentada a su lado le preguntó si se sentía bien, a lo que Chabrier respondió entre gemidos: «sé que es estúpido, pero no puedo remediarlo; he esperado durante 10 años de mi vida para escuchar ese la de los violoncellos».
Pero en esta obra de desestabilización Wagner utilizó también otros métodos.
La variedad de colores orquestales explorados es inmensa, y muchos de los momentos más cargados del drama se caracterizan por los asombrosos sonidos de una orquesta colosal utilizada de forma extraña. La instrumentación de Wagner da la impresión, en los momentos clave, de que también podemos abandonar este mundo.
Otro elemento de crucial importancia es la escala en la que opera Tristán. Con anterioridad se habían escrito obras igual de largas, o casi, como es el caso de muchas óperas de Haendel. Lo que hace que Tristán sea tan exhaustiva es que no hay división dentro de las arias, coros, etcétera. Wagner se consideraba a sí mismo sucesor de Shakespeare, y hasta cierto punto estaba en lo cierto. Pero Tristán esta organizada de forma mucho más firme.
Wagner impone a la obra una estructura de acero: esta tan rígidamente organizada como cualquier sinfonía de Beethoven. Como dijo Richard Strauss, «Wagner tenía que tener la cabeza muy fría para componer el dúo amoroso».
El control absoluto de los recursos de armonía y color orquestal, combinado con el erotismo desbocado de Tristán, nos aseguran desde los primeros compases que el mundo en el que vamos a entrar es un mundo arrasador.
Wagner nos invoca desde la piel, desde una sensualidad que nos invade nota a nota, desde lo turbulento del deseo: la fatalidad del amor, involuntario, irresistible y eterno, que lo coloca por encima de todas las leyes.
Es difícil olvidar aquel momento en que el Tristán del romancero exclama: «Juntóse boca con boca / Allí se salía el alma». De este unamuniano salirse del alma se trata. De ese misterio estructural que hace de lo más orgánico del hombre biológico un querer siempre, un deseo que nace en la piel y va mas allá de ella.
Ciertamente, por esta exacerbada victoria del sentimiento sobre la razón, Tristán e Isolda puede ser alabada o vituperada como la obra más representativa del singular humanismo wagneriano; porque guarda la llave de la puerta que nos asoma al insondable abismo de la noche, al profundo misterio de nuestra intima y oculta naturaleza.
Por eso esta obra, que tan altas puso las ambiciones del arte, es eternamente fascinante, y a menudo, realmente peligrosa.

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Como ejemplo de esta obra, elegimos la superlativa versión de Daniel Barenboim y la Berliner Philharmoniker, con el Chor der Berlin Staatsoper y Siegfried Jerusalem, Waltraud Meier, Marjana Lipovsek, Matti Salminen, Johan Botha, Falk Struckmann, Roman Trekel y Uwe Heilmann en los roles principales.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Schubert - La guerra doméstica - Spering


>>SERGI VILA

Dentro de la paupérrima discografía operística de Franz Schubert, uno de los títulos más visitados ha sido esta Häusliche Krieg, amable comedia en un acto compuesta por su autor entre marzo y abril de 1823, en plena depresión provocada por la enfermedad que finalmente acabaría con su vida. Es el mismo año que ven la luz partituraas tan importantes como Fierabrás, Romamunda o La bella molinera con las que guarda ciertos rasgos comunes que no dejan traslucir el drama íntimo de su creador. La trama de este singspiel es una original transposición al tiempo de las cruzadas de Lisístrata y La asamblea de las mujeres de Aristófanes realizada con un precursos tono offenbachiano por Ignaz Castelli. La ópera, que consta de 11 números (sin contar la obertura recuperada en el siglo XX por Fritz Racek) no fue estrenada en vida de su creador, teniendo que esperar hasta 1861 para que viera la luz en el Konzertverein de Viena dirigida por Johann Herbeck.
Dramáticamente es una de las más conseguidas óperas de Schubert, que conectó con la alegría algo cándida del libreto de Castelli, y supo llenar de referencias burlescas su música que repasa paródicamente el género operístico de la época: referencias mozartianas (aria de Barbarina en el número 2, ecos de Don Juan en la escena de la conspiración), citas de El cazador furtivo, ecos de Beethoven (número 5) e incluso de Cherubini y Spontini, reyes por entonces de la ópera seria.
Al margen de alguna que otra grabación live, la única versión oficial en estudio de la ópera data de 1978, es decir, del año en que se conmemoraban los 150 años de su muerte. EMI decidió entonces llevar a los estudios de grabación gran parte de la producción lírica del maestro y aparecieron por vez primera Alfonso y Estrella, Los hermanos gemelos, Cuatro años en el puesto de guardia y La guerra doméstica. Esta última reunió por entonces un magnífico elenco de cantantes encabezados por Edda Moser y Kurt Moll en los papeles de Ludmilla y Heribert, dirigidos todos por el eficaz Heinz Wallberg. Por desgracia todas estas referencias no han sido trasladadas al disco compacto.
El presente registro de Christoph Spering viene a mitigar en parte estas lamentables ausencias. Spering, jovencísimo especialista en obras corales románticas como el Paulus de Mendelssohn o la Messe solemne de Rossini, ha vuelto a congregar a su habitual equipo vocal (Isokoski, Lika, Georg) y a la Neues Orchester, para ofrecernos de nuevo un disco de referencia. La claridad orquestal y la variedad de matices que encuentra Spering, sin apartarse de la estética del singspiel, dista bastante de la bienintencionada pero rutinaria versión de Wallberg. Spering rescata, además, la obertura completada en 1964 por Racek, que no figura en la versión de EMI y que es una pequeña obra maestra.
Peter Lika y la finlandesa Soile Isokoski componen una pareja de protagonistas ideal aunque queden en el recuerdo Moll y Moser. Por fortuna se ha optado por una mezzosoprano para el personaje del paje Udolin, masacrado en la versión del ’78 por Adolf Dallapozza y exquisito en la voz de Mechthild Georg. Menos favorable resulta la comparación entre el Astolf de Rodrigo Orrego y el de Martin Finke. Orrego, de voz pequeña y poco atractiva se muestra además inseguro en su pequeño papel. Lisa Larsson sabe perfectamente que su romanza (nº 2) es un auténtico Lied, y obra en consecuencia con notables resultados. La óptima prestación de Chorus Musicus redondea un registro que se coloca a la cabeza de las grabaciones de ópera de Schubert y que recomiendo como una estupenda manera de celebrar el bicentenario.

Publicada en la revista CD Compact, marzo de 1997.

Gracias, Scarabou

jueves, 16 de diciembre de 2010

Lalo - Namouna - Robertson



Homenaje a Wálter Aníbal Ravanelli, a un mes de su muerte

En Oído Fino, recordamos al maestro Ravanelli con el último texto que envió a Fernando G. Toledo para su publicación en este blog. Sirva el mismo para recordar a nuestro articulista y a un docente inolvidable.

Una obra maestra de Lalo


Ya que estas páginas han comenzado a ocuparse de nuestro querido Édouard Lalo, vamos a seguir con su música, que siempre hemos admirado. Hoy vamos a presentarles una versión del ballet Namouna.
La familia Lalo, de antigua ascendencia española, se afincó en Lille, y el joven Édouard debió viajar a París para estudiar violín en el Conservatorio. Una vez allí, tomó también lecciones particulares de composición. Sin embargo, sus obras no tuvieron demasiada aceptación en un comienzo, y entonces Lalo se concentró en la enseñanza y en la ejecución de su instrumento, en un cuarteto de cuerdas en París. Hasta que un día, en 1874, el gran violinista vasco Pablo de Sarasate le estrenó el Concierto para violín y orquesta. Y a partir de allí el nombre y los méritos de Édouard Lalo fueron reconocidos en toda Europa. Vino después la Sinfonía española, una obra también popularizada por Sarasate. Y de allí en adelante Lalo volvió a la composición.
Lalo se interesó en la música para teatro, y comenzó a componer su ópera El rey de Ys. Algunos extractos de la obra fueron ejecutados en concierto, y el entusiasmo generado ocasionó que la Ópera de París la programara para la temporada inmediata. Pero no todo salió así. La producción de la obra fue pospuesta, y, como compensación al músico, el libretista del teatro de la Ópera, Charles Nuitter, y su coreógrafo, Lucien Petipa, le propusieron a Lalo que compusiera un ballet sobre texto del primero y coreografía del segundo. La obra propuesta fue Namouna.
(Respecto de Nuitter, debemos acotar que fue un personaje que marcó la historia de la Opéra Garnier. Su verdadero apellido era Truinet, que mediante anagrama transformó en Nuitter. Escribió varios libretos de ballets, entre ellos Coppélia –para Delibes– y éste de Namouna. Escribió también libretos de óperas bufas, especialmente para Offenbach. Fue el creador de la Biblioteca de la Ópera de París, a la que dedicó parte de su fortuna personal.)
En su estreno, el 6 de marzo de 1882, el ballet Namouna tuvo un éxito relativo. El público y los críticos consideraron a la música «demasiado sinfónica», es decir no encasillada en la música que era tradicional en los ballets, la que el público ya esperaba, sin ninguna sorpresa, acostumbrado a las partituras de Adam, Delibes, Chaikovski, Minkus. En Namouna, en cambio, el compositor no atendió a los ingredientes vulgares de todos los ballets, tanto los buenos como los mediocres. Lalo hizo una partitura que seguía un argumento, y que podía bailarse.
(En el transcurso del siglo XX, los públicos fueron acostumbrándose cada vez más a que un ballet podía tener como música cualquier partitura, inclusive una sinfonía, un concierto, una rapsodia, un poema sinfónico, e –inclusive– se podía danzar una pieza para percusión sola, o incluso se podía bailar sin música alguna, como lo podía hacer la gran Isadora Duncan.)
Entre quienes asistieron al estreno de Namouna estuvo un joven de 19 años, Claude Debussy, quien dijo más adelante que había sido «sacado de la sala de la Ópera de París, por haber sido muy demostrativo al expresar» su admiración hacia «esa encantadora obra maestra».
El propio Lalo extrajo dos suites del ballet, a fin de que la obra pudiera interpretarse en las salas de concierto.
El argumento del ballet Namouna, de Charles Nuitter, es éste:

Primer acto. En un casino de Cor­fú, lord Adriani, jugando a los dados con el conde Octavio, apuesta y pierde todo, incluso su barco y su esclava favorita, Namouna. Octavio, aunque tentado a retenerla, ofrece ganancia y libertad a Namouna, que se aleja contrariada del arruinado Adriani. Octa­vio corteja con una serenata a su prometida, Elena, pero el vengativo Adriani insulta al conde y a los mú­sicos. Desafiado a duelo, no puede llevarse a cabo porque Namouna, disfrazada, se interpone entre los contendientes, danzando y atrayendo gente. Elena está despechada por los galanteos de Octavio hacia la desconocida, mientras que Adriani corteja a Na­mouna, que lo rechaza por Octavio, para quien me­dita una celada. Pero los marineros salvan a Octavio y lo conducen a bordo.
Segundo acto. Namouna llega con Octavio a la isla del mercader de esclavos Alí, se da a conocer y rescata y libera a sus compa­ñeras. La fiesta se ve interrumpida por el persecutor Adriani, quien con su chusma de piratas hace pri­sionero a Octavio. Pero los piratas quedan enredados y desarmados por las danzas de las jóvenes, y tam­bién Adriani queda seducido y embriagado por Na­mouna, que se aprovecha para huir con Octavio y alejarse en su nave, mientras el furibundo Adriani muere apuñalado por una esclava.


La Suite nº 1 comienza con un «Preludio» que es toda una obra maestra, a punto tal de que la Radiodifusión Francesa lo eligió como cortina musical característica para sus programas Reportajes en la Discoteca Francesa, que se emiten en todo el mundo. Este «Preludio» describe una vista amplia del mar Jónico, por medio de un tema ondulante llevado por los violonchelos, que se eleva hasta un apogeo, y un segundo tema que representa a Namouna.
Continúa una «Serenata», tocada por las cuerdas divididas y punteadas en sordina, con maderas y arpas.
El «Tema variado» acompaña una danza de conjunto, con variaciones continuas y cautivantes sobre un tema romántico que se ha oído primeramente en los violines y las violas.
El «Desfile de feria» presenta un motivo repetido apropiado para un pas de deux de Namouna y Octavio. Un tema romántico y expresivo sirve de episodio intermedio.
La «Fiesta foránea» es otro momento de baile general, con una orquestación brillante y colorida de gran efecto.
El «Vals del cigarrillo», que no figura en ninguna de las dos suites de concierto de este ballet, pero que Butt agrega a esta grabación, acompaña una escena en la que Namouna busca llamar la atención del hombre al que ama, arrebatándole, con un gesto brusco, el cigarrillo que él había encendido sin reparar en ella. Es una danza de coqueto turbión, que conduce a un final cada vez más vertiginoso.
La 2ª suite de Namouna comienza con una «Danza marroquí». Es una danza de gran vigor, basada en dos melodías folklóricas de Marruecos, que Lalo había oído tocar a dos músicos norteafricanos en un café de París.
La «Mazurka», misteriosamente acentuada, es danzada por uno de los ocupantes de la casa del rico traficante de esclavos, Alí.
Viene después el número «La siesta», que el propio Lalo denominó también Dolce far niente («Dulce no hacer nada»), un lánguido momento tocado por las cuerdas en sordina y con un ritmo ligeramente aplastado.
Oímos luego el «Paso de los címbalos», otro número basado en un compás de vals, en donde bailan solamente las muchachas, y que en la versión coreográfica de la obra debían agitar dulcemente los crótalos que llevaban en sus manos.
La 2ª suite finaliza con la «Danza de las esclavas». Es una danza de gran lucimiento para todas las jóvenes esclavas, quienes con su belleza y sus movimientos seducen a los piratas que había llevado Adriani para raptar a Namouna, la que aprovecha la confusión y arrobamiento de los filibusteros para huir con su amado Octavio.

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Proponemos para disfrutar de este ballet, la versión de David Robertson, al frente de la Orchestre Philharmonique de Monte Carlo, que editara en 1992 el sello Audivis Valois.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Bartók - Los tres conciertos para piano - Anda - Fricsay (2/5)





Bartók: los tres conciertos para piano

El primer concierto





«Si el lector tiene la inquietud de comprar alguna de las composiciones de Bartók, encontrará que todas y cada una ellas consisten en un conjunto desordenado de notas sin significado, brindando la imagen como si el compositor se paseara sobre el teclado en botas. Algunas obras pueden ser tocadas mejor con los codos, otras con la palma de la mano. Ninguna de sus obras requiere de dedos para interpretarlas o de oídos para escucharlas», escribía un crítico musical cuyo nombre prefiero ignorar.

Hago esta cita para enmarcar el menos apreciado de los tres conciertos. Este tipo de comentarios eran comunes en la Europa contemporánea a nuestro autor; en vida, la obra y el arte de Béla Bartók fueron poco apreciados. Empujado por las vicisitudes, la pobreza y la enfermedad, la vida de este gran maestro fue truncada en plenitud de su capacidad creadora, quizás demasiado pronto, cuando su reconocimiento empezaba a surgir.

Tal como cité en la entrega anterior, los tres conciertos para piano de Bartók fueron obras utilitarias y de supervivencia para ganarse la vida como artista. El primero no sería una excepción. En términos creativos, el conjunto abarca la mayoría de sus estilos de composición, sin embargo éste es quizás el más seco, difícil técnicamente y el menos melódico del conjunto.

Esta obra surge a principios de 1926, cuando Bartók estaba en medio de una sequía creativa que ya duraba tres años. Durante este período, básicamente, no había compuesto nada, salvo algunos arreglos o reducciones para piano de obras tempranas. Durante ese período alternó su tiempo ganándose la vida como pianista concertante y realizando constantes incursiones en la campiña húngara, fonógrafo al hombro, grabando, estudiando, analizando y sistematizando el folclore de su amada patria.



Siempre Bach

No fue hasta finales de 1926 que surgieron a la luz un conjunto de obras de la pluma de Bartók, la mayoría de ellas para piano solo, más su Primer concierto para piano y el Tercer cuarteto para cuerdas. En las notas que escribí para el blog Quinoff a propósito de los cuartetos, razonaba que este Tercer cuarteto es el más abstracto y minimalista de los seis: «Una década completa pasa entre el Segundo y el Tercer cuarteto para cuerdas. Acá la madurez de Bartók es total y ya está en la cúspide de sus habilidades creativas. Compuesto (el Tercer cuarteto) en 1926…, la obra está construida formalmente en dos partes, mas sin embargo, con subdivisiones en ambas, así que para muchos, la obra posee cuatro movimientos. Esta increíble obra es la más breve en tiempo de duración, y está estructurada sobre la base de células temáticas pequeñas y muy concentradas, en el estilo de Webern, con una gran tensión en los cromatismos, particularmente en la coda final».

Hago la referencia al Tercer cuarteto porque esta obra presenta aspectos que condicionan el estilo del Primer concierto. El estilo que se integra en ambas obras revela una faceta adicional: en esos días Bartók estaba estudiando mucho la música barroca en general, y la de Bach en particular, y más concretamente El arte de la fuga, cuya influencia sería muy notable en la expresión de muchas de las obras escritas entre 1926 y 1930.



Pocas notas en una estructura magistral

Al igual que el Tercer cuarteto, los temas musicales en el Primer concierto para piano se reducen a un mínimo de notas, algunas veces reducida a una sola y aislada, la cual es repetida insistentemente en intervalos de octavas o incluso (segundo movimiento) a una escala ascendente simple. Hay sin embargo, un notable manejo contrapuntístico de las ideas, en las cuales cada segmento recibe un tratamiento completo y cohesivo teniendo como aglutinador fundamental la presencia constante de ideas musicales folclóricas.

El piano, como en casi toda la obra de Bartók, es tratado básicamente como un complejo instrumento de percusión, en el cual el ritmo tiene prioridad aparente frente a la melodía, lo cual exige del pianista una capacidad de expresar la melodía subyacente dentro de expresión de la música. Acá, demasiado frecuentemente y por desgracia, muchos pianistas, algunos muy famosos, naufragan miserablemente, enfatizando la técnica sobre la expresividad.

El primer movimiento gravita sobre dos temas básicos, simples, de no más de siete notas repartidas en escalas ascendentes, los cuales son acentuados por un constante ostinato en los timbales y un eco melódico en los cornos, este escenario es desarrollado en células cromáticas disonantes en los bronces, acá el aglutinante entre los dos temas es entretejido con reelaboraciones armónicas de material folclórico.

El segundo movimiento es sencillamente genial, es uno de los muchos casos de «música nocturna bartokiana». La orquestación en esta sección de la obra es mínima y se reduce al piano, algunos instrumentos de viento y la percusión. En este contexto, el contraste con el tercer movimiento es espectacular, en el cual con pocas ideas temáticas se desarrolla una construcción armónica frenética, mezclándose y yuxtaponiéndose varios ritmos de danzas folclóricas húngaras.

El estreno de la obra se llevo a cabo en el Quinto Festival Internacional de la Sociedad Internacional de la Música Contemporánea, en Frankfurt, el 1 de julio de 1927, con el compositor como solista y con Wilhelm Furtwängler dirigiendo (en esa ocasión, el asistente del mítico director fue Jascha Horenstein). La prémière en EEUU estaba programada para ser realizada por Willem Mengelberg con la New York Philharmonic, pero fue cancelada en el último momento porque no se pudieron completar el número de ensayos suficientes para garantizar la interpretación de una obra que el propio director definió como «extremadamente difícil». No fue sino hasta el 13 de febrero de 1928 que la obra fue interpretada en EEUU, en el mítico Carnegie Hall de New York, con Fritz Reiner dirigiendo a la Cincinnati Symphony Orchestra y el propio Bartók como pianista.

El mismo compositor escribió una auto-crítica del concierto: «A mi primer concierto lo considero una obra exitosa en su construcción y expresividad, aunque su estilo musical es muy difícil y quizás es más complicado para los colegas de la orquesta que para el público». En mi humilde valoración, la obra es bellísima y original aunque en general es extremadamente disonante, de expresión seca y mecánica, se requiere de un tallador de diamantes para hacerla brillar como se merece. En mucho, la escasa imaginación con que algunos intérpretes enfrentan esta obra, subrayando lo rítmico e infravalorando su lirismo es lo que ha complicado notablemente su aceptación por el público. La versión que aquí compartimos cumple sobradamente con estas exigencias.

La divina trinidad: Geza Anda

Precisamente, se requiere de un gran pianista para develar un balance entre las grandes exigencias técnicas que la interpretación demanda, el estilo fuertemente percusivo de la entonación y una sensibilidad lírica para expresar la belleza de las frases musicales minimalistas pero enormemente creativas que la obra posee. Muy pocos lo han logrado en esta obra como el gran Géza Anda

«El filósofo del piano», fue el calificativo que le adscribieron al gran maestro húngaro del piano, cuando el sello DGG sacó a la luz una retrospectiva de sus grabaciones. El gran maestro Wilhelm Furtwängler, lo apodó cariñosamente «el trovador del piano” luego del espectacular debut de Anda con la Filarmónica de Berlín en 1941.

Geza Anda nació en Budapest en 1921 y murió tempranamente a los 54 años en Suiza, en junio de 1976. Hay que destacar la coincidencia de que los protagonistas de las obras que hoy les compartimos, Fricsay y Anda, fueron dos de los más aclamados productos de la espectacular fábrica de talentos musicales que surgieron de la Academia Franz Liszt de Budapest, y ambos tuvieron el inmenso privilegio de ser educados por genios musicales húngaros de la talla de Zoltán Kódaly, Imre Stefaniai, Imre Keeri-Szanto y Ernst von Dohnányi, por citar sólo unos cuantos.

Luego, a la vuelta de los años, Anda y Fricsay fueron artífices claves para posicionar la obra de maestros húngaros contemporáneos en el panorama musical europeo de la posguerra, destacándose especialmente su trabajo conjunto con obras de Bartók y Kódaly. Sin embargo, sus interpretaciones del período clásico y romántico, especialmente de Mozart y Schumann, también son referencias obligadas en el repertorio. Mi abuelo, en su colección, tenía en enorme estima su ciclo completo de los conciertos para piano de Mozart, que fuera en su época el primer ciclo integral grabado de tales obras (DGG 1961-1969), en las cuales tuvo la doble faceta de pianista y director. Esos vinilos fueron los últimos que en vida escuchó mi abuelo antes de su fallecimiento en mayo de 1980.

Anda no fue una figura mediática, más bien mantuvo un perfil bajo, abstraído en un estudio y devoción constantes al arte de la música, más allá de las marquesinas y los flashes. En vida tuvo muchos reconocimientos. Destacan especialmente su condecoración por el Gobierno Francés en 1965 como Caballero de la Orden de las Artes y Letras y su adscripción como Miembro Honorario de la Royal Academy of Music en 1970.

Respecto a su devoción con la obra de Bartók, Géza Anda testimonió en sus memorias: «…cuando Fricsay y yo fuimos obligados por la audiencia a repetir, en medio de un clamoroso aplauso de más de 20 minutos, el tercer movimiento del Segundo concierto para piano de Bartók en el Concierto Inaugural del Festival de Salzburgo en 1952, se pudo hacer realidad lo que ambos habíamos deseado por mucho tiempo: la aceptación e incorporación formal de dichas obras (los conciertos para piano de Bartók) al repertorio clásico universal. Esa interpretación fue seguida no sólo por una intensa colaboración artística –la cual incluyó no menos de 60 interpretaciones del Segundo concierto entre 1952 a 1959– sino que el establecimiento de una amistad y hermandad entrañables».

Esas palabras encabezaron las memorias de Anda publicadas tan sólo un año después de la temprana muerte de Ferenc Fricsay, subrayando el inconmensurable valor histórico del documento fonográfico que hoy compartimos con ustedes en Oído Fino. Esta interpretación es, para este escribiente, la cumbre interpretativa y referencial para estas obras. No exagero al decir que estas grabaciones son para la obra de Bartók lo que en su momento las de Lenny fueron para Mahler: el catalizador definitivo para su inmortalidad actual.

En adición a la publicación completa de los tres conciertos con la trinidad Anda-Fricsay-RIAS Berlín, como epílogo de la serie colocaremos en la marquesina un espectacular encuentro que Anda tuvo con el maestro Herbert von Karajan en 1973, a propósito del Tercer concierto para piano de Bartók... ¿Y dónde podría ser esto? En el lugar en que todo esto empezó: El Festival Musical de Salzburgo…, pero con una diferencia de 20 años…

Amigas y amigos, reserven el momento más íntimo posible para disfrutar una a una estas obras maestras de la mano de los dos más grandes interpretes bartokianos que han existido.

Siguiente parada…, el Segundo concierto para piano.



viernes, 10 de diciembre de 2010

Mahler: discografía esencial. Rückert Lieder



Mahler: discografía esencial.
Canciones de Rückert

Retomando la temática del lied en el mundo musical de Gustav Mahler, por amistoso encargo de Fernando, llegamos esta vez a las canciones basadas en textos del poeta alemán Friedrich Rückert (1788-1866). Rückert fue notable en las letras alemanas por el impacto que la literatura oriental tuvo en él, y a través suyo en la literatura de su país. El amanecer del poeta coincidió con el feroz embate del ejército napoleónico contra el mundo germano. Más tarde llegaría el «descubrimiento» de la poesía oriental, la cual traduciría ampliamente (¡Corán incluido!) y cuyas formas adaptaría innovadoramente a la lengua alemana. A la vasta producción artística de Rückert podemos identificarla con el romanticismo Biedermeier. Este poeta lleno de imaginación y gracia expresiva fue uno de los autores más frecuentados por los músicos de su patria a la hora de las adaptaciones, sólo superado por Goethe, Heine y Rilke.
Mahler, lector de buen olfato en sus gustos, comenzó a escribir música sobre textos de Rückert hacia 1901, cuando terminaba los últimos lieder basados en el Wunderhorn. Durante gran parte de esta década la lírica de Rückert informará la producción mahleriana, feliz «sociedad» de la cual brotarían algunas de las mejores canciones escritas nunca por el compositor. Además, la «etapa Rückert» coincidirá con episodios trascendentales de su vida: el fulminante noviazgo con Alma Schindler y la muerte por escarlatina de su pequeña hija María. Amor y muerte, indisociables en Mahler…
En el verano de 1901 Mahler se halla en Maiernigg, junto al lago Wörther, el mismo idílico sitio visitado antaño por Brahms y en donde gestaría su concierto para violín. Esta vez, el «compositor veraniego» (como el propio Mahler se calificaba jocosamente) compuso cuatro canciones sobre textos de Rückert, a la que se añadiría una al verano siguiente.

Blicke mir nicht in die Lieder! − «¡No mires a mis canciones!» (14 de junio de 1901)
Ich atmet’ einen linden Duft − «Respiré una gentil fragancia» (julio de 1901)
Ich bin der Welt abhanden gekommen − «Me he perdido para el mundo» (16 de agosto de 1901)
Um Mitternacht − «A medianoche» (verano de 1901)
Liebst du um Schönheit − «Si me amas por la belleza» (agosto de 1902)

Estas cinco canciones, sumadas a Revelge y Der Tamboursg’sell, fueron publicadas bajo el título común de Sieben Lieder aus letzter Zeit (Siete canciones para los días postreros) en 1905. Luego serían reacomodadas, quedando las 5 Canciones de Rückert como una entidad separada.
Estas cinco canciones no forman una unidad temática, como sí lo harán los Kindertotenlieder, y no poseen la carga emocional de estos últimos, pero sí evidencian cambios en los modos de orquestación, refinando la paleta tímbrica. Recordemos que es la misma época de la Quinta sinfonía, obra que supone un punto de quiebre en el concepto sinfónico de Mahler, apuntando hacia un ámbito más abstracto. Por ejemplo, en A medianoche el compositor llega a prescindir de las cuerdas para instrumentar la pieza en base a maderas, metales, arpa y timbales, acentuando la sensación de oscuridad nocturna.

Pieza a pieza
Hagamos aquí breve mención de cada pieza:
No mires a mis canciones y Respiré una gentil fragancia, en Fa y Re mayor, exhiben gran delicadeza y transparencia, adelantando los que serán más tarde movimientos centrales de La canción de la tierra.
A medianoche, aparte del comentado efecto tímbrico, remite a uno de los prototipos románticos: la noche. Desde ahí se eleva la canción, teñida de resignación y ánimo trascendente. Sin embargo, otra vez Mahler se nos descubre un creador paradójico: la soledad nocturna, desde la cual se lamenta el poeta, es caracterizada instrumentalmente por el oboe de amor.
Me he alejado del mundo o Me he perdido para el mundo, en Fa mayor, es quizá la canción más popular de Mahler; por lo demás, su título llega a ser profético si se trata de resumir la poca valoración artística recibida en vida por el compositor, versus el enorme impacto que obtendrá décadas más tarde. Sin embargo, este «perdido para el mundo» no implica amargura en el ánimo del protagonista de la canción, quien celebra esta lejanía por abrirle las puertas de la paz. Algo que el compositor encontraba en esos retiros de verano, en los cuales engendraba su obra.
Pero la canción con más historia es Si me amas por la belleza, cuyo origen lo relata la destinataria, Alma Mahler:

«(En 1902) yo solía tocar al piano muchas partituras de Wagner, y eso le dio a Mahler la idea de brindarme una encantadora sorpresa. Había compuesto para mí la única canción de amor que escribiera en su vida —Liebst du um Schönheit— y la introdujo entre la portada y la primera página de Die Walküre. Así esperó días tras día que yo abriera la partitura, pero a mí no se me antojaba interpretar dicha obra; finalmente se agotó su paciencia. “Creo que hoy voy a echar una ojeada a La Valkiria”, dijo abruptamente. Abrió el volumen y la canción cayó al suelo. Yo me quedé estupefacta de alegría y creo que aquel mismo día la tocamos por lo menos veinte veces».

Las versiones elegidas
Les invito a escuchar estas cinco canciones de Mahler en cinco versiones que me resultan especialmente queridas:


La marca de fuego de dos intérpretes
Kathleen Ferrier y Bruno Walter con la Filarmónica de Viena: Tres de las cinco canciones «Rückert» están presentes en este registro de tres intérpretes fundamentales en la historia de la música mahleriana: Bruno Walter, Kathleen Ferrier y la Wiener Philharmoniker. Es más que sólo música bien interpretada: es belleza atrapada en sonido antiguo, a través de la voz nunca más igualada de la Ferrier y su inspiradísima labor como intérprete. Bruno Walter vuelve a preferir la voz baja femenina para estas canciones (también él introdujo la voz de contralto como preferencia en La Canción de la Tierra, en lugar del barítono previsto originalmente). Sobra reiterar el magisterio de Walter en las composiciones de su amigo y mentor Mahler, dirigiendo a una orquesta cuya historia quedó marcada a fuego por el propio compositor en los diez años que estuvo al frente de ella (una duración que nadie más ha podido igualar hasta el día de hoy).


Intérprete supremo
Dietrich Fischer-Dieskau y Karl Böhm con la Filarmónica de Berlín: Este trío de intérpretes está vinculado por sus comunes raíces teutonas, pero estilísticamente aportan diferentes elementos. Böhm fue un director poco previsible (podía elevarse a lo genial como limitarse a lo apenas correcto), famoso en su asociación con la Filarmónica de Viena pero también muy eficaz al comando de la más robusta orquesta berlinesa. Fischer-Dieskau, por su parte, ha sido un intérprete supremo de la canción alemana y firmante de varias referencias mahlerianas, como las que ya hemos compartido con ustedes en las entregas previas de esta serie. Así pues, aquí Böhm nos regala su intachable cuidado tímbrico y expresivo, mientras la Berliner Philharmoniker atraviesa una de sus mejores épocas y Fischer-Dieskau exhibe una voz todavía llena de poder, persuasión y color. Una referencia que les recomiendo.



Mahlerianos consumados
Christa Ludwig y Otto Klemperer con la Orquesta Filarmonía: Profundos, convencidos, habituados culturalmente a este repertorio, la gran contralto y el gran director germanos fueron también, como los anteriores intérpretes, mahlerianos consumados. Su asociación, que rozaría la perfección en La Canción de la Tierra, ya evidencia aquí (con la Philharmonia Orchestra) gran hondura de comprensión en el equilibrio de idioma y música.



Compañeros ideales
Janet Baker y John Barbirolli con la Orquesta Hallé: Ambos artistas británicos siempre se lucieron como grandes mahlerianos. Abordan con la Manchester Hallé Orchestra este repertorio con la superior agudeza que permite el afecto. Aunque Barbirolli solía preferir tempi no muy rápidos, nunca perdía su nervio y énfasis. Baker con su timbre de extraordinaria belleza y altísima habilidad como intérprete, encuentra en el director el compañero ideal.


Terciopelo intenso
Thomas Hampson y Leonard Bernstein, con la Filarmónica de Viena: Estos tres intérpretes abordan aquí las cinco canciones. No extrañen la aparición del barítono Hampson, pues tal registro masculino se amolda con comodidad a las exigencias de estas canciones, lo mismo que la voz de contralto. Lenny fue uno de los grandes campeones de la música mahleriana durante todo el siglo XX (recordemos la anécdota de haber programado el Adagietto de la Quinta Sinfonía como música luctuosa en el funeral de Robert Kennedy). Por ende, fue uno de los intérpretes de primera línea que más tiempo se mantuvo en contacto con este repertorio, ahondando en él y legándonos distintos enfoques. Por lo demás, es bien conocida la privilegiada relación que mantuvo con la Filarmónica de Viena. Todo esto sumado al timbre aterciopelado e intenso de Hampson nos entrega un ramillete de grandes interpretaciones para los cinco Rückert-Lieder.

martes, 7 de diciembre de 2010

Mozart - La flauta mágica - Böhm


La magia de la perfección

El productor, escritor, cantante y puestista Emmanuel Schikaneder quería ofrecerle al público vienés una ópera en la que pudiera mostrar la espectacularidad de sus puestas. Y pensó en Wolfgang Amadeus Mozart, el músico que más admiraba, para que dotara de sonido a algún cuento fantástico.
Era 1791. Mozart tenía 34 años y le quedaban pocos meses de vida. Sin embargo, el genio había alcanzado hace mucho la madurez y, por eso, cuando abordó La flauta mágica (Die Zauberflöte) hizo de ella no sólo una obra maestra, sino la piedra basal para la ópera germana.
Su partitura es tan rica que en ella retrata con símbolos sonoros a cada personaje, dotándolos de una profundidad a la que el modesto guión de Schikaneder no podía aspirar por sí mismo.
La flauta mágica, así, se convirtió en un éxito desde sus comienzos, éxito que sin embargo no alcanzó a paliar las eternas penurias económicas de Amadeus, las mismas que lo acompañaron hasta la fosa común a la que fueron a dar sus huesos pocos meses después.
La obra es célebre no sólo por su perfección arquitectónica, sino también por la exigencia que propone para algunos de sus cantantes. En este sentido, el papel de la Reina de la Noche es famoso por sí mismo. Con sólo dos arias en toda la obra, este personaje es sin duda uno de los más poderosos jamás trazado y su Der Hölle Rache, acaso el desafío más grande que pueda asumir para una soprano.
Esta versión puede considerarse sin dudas excepcional. No ya porque el director es uno de los grandes mozartianos que ha dado la música, Karl Böhm, sino por el brillante reparto: Evelyn Lear (Pamina), Fritz Wunderlich (Tamino), Dietrich Fischer-Dieskau (Papageno), Roberta Peters (La Reina de la Noche) y Franz Crass (Sarastro), en los roles principales. El coro es el RIAS Kammerchor y la orquesta, la Filarmónica de Berlín, en un registro publicado en la cima de Böhm, en 1964.


sábado, 4 de diciembre de 2010

Yes - Tales from Topographic Oceans


Un momento mágico para la música rock

A propósito del primer recital de Yes en Mendoza, Argentina

De Yes puede decirse, sin dudas, que ha sido uno de los mayores grupos de rock que ha dado la historia de esta música. La banda inglesa, que atravesó diversas formaciones e incursionó en estilos disímiles, dio muestras en los años ’70 de una poco usual virtud: tener a grandes músicos, en un momento de alta inspiración, y elegir como lenguaje el del rock sinfónico.
En ese contexto, y luego de álbumes maravillosos como Fragile y, sobre todo, Close to the Edge (ambos paridos bajo la alineación prototípica del grupo, con Jon Anderson, Chris Squire, Steve Howe, Rick Wakeman y Bill Bruford), Yes se encontraba ante un abismo creativo como el que anunciaba el impar disco que acababa de dejar atrás. Mientras cumplía con su sello A&M editando la placa doble en vivo Yessongs, el quinteto encontró en Alan White a un baterista que estuviera a la altura de Bruford –recién partido a King Crimson– y se encaminó hacia uno de los más ambiciosos proyectos del rock de todos los tiempos.
Así, en 1973 (hace 37 años), Yes daba a luz un disco maravilloso: Tales from Topographic Oceans. No era usual, y no lo ha sido nunca, que una banda de rock, por más «progresiva» que fuese, se animase a publicar una placa doble, compuesta tan sólo por ¡4 temas! Anderson & Cía. consideraron que su gente estaba preparada para recibirlo y aprovechó esa libertad para entregarle esta original obra maestra.
Tales from Topographic Oceans (algo así como Relatos desde los océanos topográficos, una metáfora de la «mente») dice inspirarse en una autobiografía del yogui Paramhansa Yoganadam, y ciertamente ese baño hindú de las letras es lo que puede verse envejecido con los años. Lo demás, es sólo genio compactado en cuatro canciones de más o menos 20 minutos cada una, a través de las cuales Yes sirve en un exquisito plato todos sus dones.
Aunque los temas están firmados por el grupo todo, cada larga canción se reparte su protagonismo particular. La primera, The Revealing Science of God, es de Jon Anderson: allí su voz toma las riendas melódicas del tema todo, al punto que empieza casi a capella. Esta composición es hermosa y profunda: no tiene, no, lo enigmático de Close to the Edge (el tema), pero a cambio ofrece sinuosidad, frescura. Lo que le falta de furia lo suple con armonías puras y un estribillo conmovedor. La segunda pieza del primer disco, The Remembering, es casi una continuación del primero, en tono y clima. Sólo que aquí, el tecladista Rick Wakeman marca el paso, y la canción adquiere aires diáfanos. Es una canción amable, pero detrás de su simpleza hay un complejo entramado instrumental, sobre todo bajo los dedos de este gran músico.
El inicio del disco 2, con The Ancient, es algo misterioso: la percusión va creando un clima casi psicodélico mientras la guitarra del gran Steve Howe empieza a desperezarse. Será este músico, que intercalará las cuerdas de metal y eléctricas con las de nailon y desenchufadas a lo largo de la canción, el exclusivo protagonista de esta pieza, tan inspirada que tocarla en vivo fue luego un nuevo desafío. Finalmente, el cierre está a cargo de Ritual-Nous Sommes du Soleil, pieza que condensa los ingredientes de las anteriores canciones, aunque aquí las bases de Squire-White llevan la batuta. Es un soberbio modo de cerrar el disco.

Testimonio polémico
Que hace tres décadas Yes haya podido poner en la calle un disco así, con todos los riesgos que esto significaba, habla de un momento de madurez que el rock alcanzó y que después, quizá, relegó en pos de la visceralidad del punk. Y tuvo que empezar de nuevo.
De cualquier modo, Tales... está allí como un testimonio, todavía polémico, ya que el disco, por su iconoclastia quizá, generó opiniones dispares. Es, igual, uno de los momentos mágicos de la música popular. Y merece un sitio de excepción en la historia y las discotecas. Por si faltaran excusas, tiene la más bella de todas las portadas que Roger Dean realizó para Yes.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Pettersson - Su vida y su obra - La primera obra sinfónica: Sinfonía Nº 2



La inexistente Primera y una madura Segunda Sinfonía

Antes de adentrarme en el corpus sinfónico de Allan Pettersson quiero puntualizar, para el resto de las entregas que se irán sucediendo en blog Oído Fino, que debido a la estructura en la que están compuestos algunos de los pocos discos existentes de la obra de cámara del compositor sueco, iniciaremos este viaje con su Primera y Segunda sinfonía para luego, a medio camino, publicar sus obras de cámara las cuales se ubican repartidas a modo cronológico en diversos puntos de la vida creativa de Pettersson. Así mismo, al final de cada una de las entregas de este recorrido que pretende mostrar toda la creación del compositor, se apuntarán las obras y las versiones que saldrán publicados en el próximo número.
Ya entrando de lleno en lo que se refiere a la Primera sinfonía escrita por Pettersson, resulta difícil determinar con exactitud lo ocurrido con esa partitura sinfónica, primera obra de carácter sinfónico apartando su Primer concierto para orquesta de cuerdas, el cual abordaré en posteriores entregas junto a sus otros dos hermanos. Según los datos reales, la obra fue escrita en 1951, cuando el compositor contaba con 40 años de edad. En aquel momento Pettersson se encontraba estudiando en París con Leibowitz y Honneger, ya teniendo en su haber composiciones importantes como sus 24 canciones descalzas, su Primer concierto para orquesta de cuerdas y su Primer concierto para violín, este último el cual, en realidad, forma parte de su música de cámara ya que, aun siendo un concierto para violín en el uso estricto de la palabra, se trata de una formación integrada por el instrumento solista acompañado este por un cuarteto de cuerdas.
Por alguna razón, aun no muy clara, Pettersson se negó a publicar su primera sinfonía. A día de hoy no se ha encontrado la partitura completa, sino que se cuenta con pocos fragmentos de la misma, por lo que sigue siendo inédita e inejecutable. Durante algunos años se sostuvo que el compositor y director de orquesta alemán Peter Ruzicka había preparado una edición o «versión ejecutable» de la Sinfonía Nº 1, sin embargo a día de hoy no se ha interpretado. Esto es lo que se sabe hasta nuestros días, al menos la información veraz con la que contamos los aficionados del compositor sueco.
Por otra parte, ya desde la confabulación, al parecer el compositor sueco quemó personalmente la totalidad del manuscrito de esa Primera sinfonía, debido, según opiniones no constatadas, a su bajo nivel de calidad. Lo cierto del caso es que la Primera a día de hoy se encuentra inexistente.
De este modo, atendiendo a la posible voluntad del mismo compositor, se podría entender su Segunda sinfonía como punto de partida de su largo y no sencillo viaje sinfónico.
En la Segunda ya el nivel, en cuanto a habilidad compositiva, se presenta realmente alto, representando uno de los estrenos sinfónicos más sorprendentes de la segunda mitad del siglo XX. No es casualidad que especialistas y musicólogos converjan en la opinión de que se trata, sin lugar a dudas, de una obra maestra. Compuesta entre 1952 y 1953, la Segunda sinfonía de Pettersson fue dedicada «con el más cálido agradecimiento del compositor» al director de orquesta sueco Tor Mann, que ya había estrenado su Primer concierto para orquesta de cuerdas, y que estrenó la nueva sinfonía el 9 de mayo de 1954 al frente de la Sinfónica de la Radio de Suecia.
Lo cierto es que ya, en la obra con la cual se inicia el viaje sinfónico del compositor, la existencia de lo que podríamos llamar «estilo Pettersson» ha sido completamente planteado y plasmado en la partitura, será este el camino elegido, o tal vez sería mejor decir, que es este modelo el que aflora desde lo más adentro de su ser.
Se trata de un único y compacto movimiento de casi 47 minutos, con secciones internas reconocibles y esquematizadas de la siguiente forma:

a. (Bar1) Introduzione. Allegro
b. (Bar59) Allegro
c. (Bar 382) Allegretto
d. (Bar 595) Tempo 1
e. (Bar 766) Allegro frenetico
f. (Bar 1023) Allegretto con malinconia


La obra se caracteriza por contrastes extremadamente violentos entre familias de instrumentos, con un lenguaje tonal que resulta complejo, lleno de disonancias y apuntes politonales. Estructuralmente, y esto es una de sus características más personales, la obra de Pettersson se basa en numerosas células motívicas, las cuales teniendo unidades propias reconocibles parecen interactuar creando en diversos momentos ciertos «tejidos» del entramado estructural, para luego disolverse y crear continuamente otros tantos, como si se tratase, tal cual, de un organismo multicelular.
Es curioso como ya, desde aquel momento, la esencia de la música de Pettersson resulta oscura y brutal, aun no habiendo pasado el compositor por los duros golpes que le esperaban en el trascurrir de su atormentada vida. De este modo, se hace patente que su estilo, aunque variaría relativamente con el pasar de los años, muestra una personalidad y una identidad ya sólidas.
Ya pasando al tema meramente discográfico, de la obra se han editado dos versiones, la primera dirigida por Stig Westerberg con la Sinfónica de la Radio de Suecia, grabada en 1966. Y una segunda mucho más reciente, publicada por el sello CPO y dirigida por el galés Alun Francis junto con la BBC Scottish Symphony Orchestra, grabada en junio de 1994.
Así pues, queridos lectores de Oído Fino, pongo a vuestra disposición, para que juzguen ustedes mismos, la versión de Alun Francis de 1994, con la premisa de que estoy haciendo todo lo posible por conseguir esa primera versión dirigida por Westerberg que en la actualidad, y ya desde hace algunos años, se encuentra fuera de catálogo, siendo este disco uno de los pocos que me faltan para completar la total discografía del compositor sueco. En el momento que pueda hacerme con la versión se la enviaré de ipso facto a Fernando G. Toledo para su publicación.


En la próxima entrega: Allan Pettersson complete Songs (CPO); Eight Barefoot Songs (BIS)

sábado, 27 de noviembre de 2010

Schubert - Impromptus - Jandó


Dosis justas

He leído en ocasiones que el genio de Franz Schubert, que tanta huella dejó en su corta vida, tiene en los Impromptus para piano su faceta paradigmática. Es difícil no estar de acuerdo. Y es que este conjunto de piezas condensan a la perfección el lenguaje de Schubert como si se tratara de la esencia que un perfumista guarda para sí como un secreto, como un tesoro.
Declaradamente románticas, misteriosas y a la vez luminosas, estas piezas surgidas nada menos que de la improvisación del compositor (no por nada las llamó «impromptus»: surgidas súbitamente, de pronto), pueden ser colocadas, sin atisbo de duda, entre las grandes piezas para piano de todos los tiempos.
Las obras de Schubert encuentran en Jenö Jandó un intérprete excelente. Sutil, reconcentrado, pero a la vez fresco y cristalino, el pianista húngaro propone piezas que él, como buen schubertiano, no está dispuesto a disgregar y exhibir, como en un ejercicio de disección: más bien, lo que hace es aportar las dosis justas de claridad al digitar, de pasión al construir los climas y de precisión en las partes más complejas (por ejemplo, en las secciones rápidas del segundo y el quinto de los Impromptus).
Todo ello, sumado a un sonido eficiente, como es costumbre en Naxos, hacen de éste un disco para recomendar sin reservas.

jueves, 25 de noviembre de 2010

In memoriam Wálter Aníbal Ravanelli

Wálter Aníbal Ravanelli (1941-2010)

Mi pasión por la música, de la que ustedes ven un módico reflejo en este blog llamado Oído Fino, tiene un padre, y él es Wálter Aníbal Ravanelli. No mucho más sé de él, más que fue quien me inculcó, primero y en 1992, en el Primer Año de la Licenciatura en Comunicación Social, el gusto por las palabras, el periodismo informativo, la aversión por las falacias y por los eufemismos. Y luego, desde su incomparable aunque breve cátedra Crítica Artística y Literaria, el gusto por los grandes compositores de todos los tiempos. Fue, en esta comedia, mi Virgilio.
Al mejor profesor que tuve, mi recuerdo.



miércoles, 24 de noviembre de 2010

Beethoven - Tríos para piano y cuerdas «Fantasma» Nº 1 y «Archiduque» - Van Immerseel, Beths, Bylsma


La consagración del trío

Esta semana presentamos los tríos para piano y cuerdas de Ludwig van Beethoven.
Cuando publicó sus tres tríos con piano Op.1 en 1795, Beethoven ya era un compositor experimentado y había escrito dos ambiciosas cantatas, varios conciertos y una cantidad importante de música de cámara. Desde 1792 vivía en Viena y aunque sus estudios con Joseph Haydn duraron sólo un año, ya que la relación entre ambos fue difícil, pudo oír y estudiar las últimas obras del prestigioso compositor.
A diferencia de Haydn, Beethoven nunca fue kapellmeister, pero tuvo la suerte de lograr el apoyo de un importante aristócrata vienés, el príncipe Karl Lichnowsky, y fue en las veladas musicales que se realizaban en su palacio que el joven pronto se convirtió en la principal atracción. Incluso residió en la residencia del príncipe, como si se tratara de un hijo adoptivo, durante casi toda la década de 1790.
Los mencionados tríos Op.1 fueron dedicados al príncipe y con su patrocinio se editaron 244 copias para 123 suscriptores que formaban parte de la vida musical y aristócrata de Viena. Las partituras pertenecían a un género asociado tradicionalmente al aficionado y Beethoven demoró tres años en completarlas sabiendo que el resultado impresionaría y acrecentaría su reputación como compositor.
Aunque los tríos Op.1 no fueron las primeras obras de Beethoven en el género opacaron cualquier creación anterior gracias a su originalidad, inventiva, estructura y tratamiento igualitario de los tres instrumentos. El tercero de los tríos plasmó, además, un intento de escape de la música de salón, traspasando al ámbito de cámara la fuerza y la dimensión de las últimas sinfonías de Haydn.
El trío para piano y cuerdas tuvo sus orígenes en la sonata acompañada para teclado con partes opcionales para violín y cello. Las secciones para cuerdas fueron tomando mayor importancia, y aunque Mozart y Haydn hicieron avances en el género, el piano continuó siendo el protagonista. Beethoven democratizó a los tres instrumentos junto con escribir una música más ambiciosa claramente inspirada en las últimas sinfonías de Haydn.
Los tríos Op.1 fueron estrenados a fines de 1793, en una de las veladas musicales que se realizaban en el palacio del príncipe Lichnowsky. Entonces estuvo Haydn y se dice que no aprobó las obras. Beethoven dudó en publicarlas, las revisó y finalmente permitió su edición en 1795. Este primer Opus fue exitoso y pronto aparecieron copias editadas por otras casas y las acostumbradas adaptaciones para otros instrumentos.
Por mucho tiempo, la música de cámara que involucraba al piano estaba destinada más al amateur que al experto, por lo que muchas obras de este tipo eran más livianas que espirituales que, por ejemplo, el cuarteto de cuerdas. Beethoven no escapó de esto pero lo más trivial podía alcanzar en su pluma un arte imaginativo y original, sobre todo al momento de construir variaciones sobre melodías populares de la época.
Así sucedió con el último movimiento de su trío Op.11, basado en un tema de la ópera cómica El amor marítimo de Joseph Weigl. En nueve variaciones, la melodía sufre una gran variedad de metamorfosis, incorporando incluso una suerte de marcha fúnebre en una de ellas. Este trío fue escrito en 1798 y su edición original ofrecía la opción de usar violín o clarinete.

El fantasma
Casi quince años después de los tres tríos Op.1 aparecieron los dos tríos Op.70, un paso más, y trascendente, en la evolución de Beethoven en el género. Los esbozos datan de la misma época que aquellos de la sinfonía Pastoral y la sonata para cello Op.69, habiendo sido escritos durante el otoño de 1808 y estrenados en el salón de la condesa Erdödy en la navidad de ese año. El mismo Beethoven tocó el piano, Ignaz Schuppanzigh el violín y Joseph Linke el cello.
El primero de estos tríos tiene tres movimientos y se inicia de manera sorprendente. Sin embargo, el peso de la obra radica en el movimiento central, un atmosférico largo, lleno de contrastes de dinámica y elocuentes motivos melódicos. El particular carácter de este movimiento le dio a la partitura completa el apelativo de Trío de los espíritus (o Fantasma) y quizás fue influido por una idea que Beethoven tenía entonces de componer una ópera basada en Macbeth de Shakespeare.
El segundo trío del Op.70 es más luminoso y menos contrastante que el primero, con un comienzo especulador, como si los intérpretes estuvieran descubriendo su camino. Parte de esta introducción reaparece al final del movimiento como un recuerdo de aquello que le dio origen. El segundo es una serie de variaciones sobre dos temas y el tercero es un movimiento cantabile basado en el patrón del scherzo. El final es una sección enérgica cuyas demandas técnicas y musicales complican hasta al intérprete más dotado.

El archiduque
Uno de los amigos y patrocinadores más importantes del compositor fue el archiduque Rodolfo, medio hermano del emperador austriaco. Ambos se conocieron entre 1803 y 1804, cuando Beethoven le enseñó piano y composición. Pronto entablaron amistad y el autor le dedicó al menos siete partituras: los conciertos cuarto y quinto para piano, las sonatas Los adioses, Hammerklavier y Op.111, la Misa Solemne y la obra que se hizo conocida como Trío Archiduque. Este trío, compuesto entre 1810 y 1811, es una obra de amplias proporciones, tal como el cuarteto Op.59 N°1 y la sinfonía Pastoral, que revela una particular preocupación de Beethoven por el contenido lírico. Un primer movimiento más relajado que dramático es seguido por un scherzo caprichoso, mientras que el movimiento lento, un andante con una serie de cinco variaciones, se mueve directa y mágicamente hacia el final. El mismo Beethoven estrenó la obra y con ella actuó por última vez en el rol de pianista en 1814.
La variación fue uno de los recursos más explorados y explotados por Beethoven dentro de su creación. No sólo la incorporó como movimientos de sus obras, sino también le otorgó vida propia y muy individual en partituras magistrales. Dentro de su música para piano, violín y cello aparecen algunas series de variaciones independientes, como las que se publicaron en 1804 como Op.44 y que construyó a partir de un tema original. Se cree, sin embargo, que estas variaciones habrían sido esbozadas en 1792 para el Op.1.
En una época en que la música no era tan accesible como hoy en día, una de las formas de difundir y promover nuevas obras era a través de arreglos para distintos instrumentos de una misma partitura. El mismo Beethoven adaptó varias creaciones suyas, y como el trío para piano, violín y cello era una de las favoritas dentro de los salones vieneses, no dudó en arreglar para esta formación partituras tan populares como su segunda sinfonía o el septeto Op.20.
Compuesto originalmente para cuarteto de cuerdas, clarinete, fagot y corno, el septeto Op.20 se escuchó por primera vez a fines de 1799. Tuvo tanta popularidad que pronto fue objeto de adaptaciones para otras formaciones instrumentales. Czerny lo publicó en una reducción para piano como Gran Sonata Brillante y el mismo Beethoven lo arregló para piano, violín o clarinete y cello, dedicando esta versión a Johann Adam Schmidt, médico que había consultado a raíz de su problema de audición.
Dentro de la producción original de Beethoven para piano, violín y cello existen varios movimientos editados póstumamente, como el Allegretto WoO.39 que escribió en 1812 «para su pequeña amiga Maximiliane», hija de Franz y Antonie Brentano. El compositor era un invitado frecuente a la casa de la familia Brentano y pronto entabló una amistad muy cercana con Antonie, madre de Maximiliane, y se cree que ella fue la destinataria de la famosa carta dirigida a la «amada inmortal».
Además de las partituras concebidas y publicadas originalmente para esta formación, el compositor alemán realizó algunos arreglos, aprovechando el favoritismo que tenía la combinación piano, violín y cello dentro de los salones vieneses. En 1806 publicó una versión de cámara de su segunda sinfonía, obra estrenada en abril de 1803 y que pronto se convirtió en una de las más populares del autor. Beethoven acrecentó la fama de esta creación y se sumó a los arreglos ya aparecidos de las sinfonías Londres de Haydn.
Otra forma de satisfacer el gusto popular de la época y alcanzar reconocimiento en los salones vieneses fue componer partituras basadas en famosas canciones o melodías. Y Beethoven no estuvo ajeno a esta tendencia y su última publicación para piano, violín y cello fue una serie de variaciones sobre Soy el sastre Kakadu de Wenzel Müller. Aún cuando las variaciones habrían sido compuestas en 1803 por Beethoven, no aparecieron impresas hasta 1824.
Müller fue uno de los compositores más famosos en Viena en la época de Beethoven y su ópera Las hermanas de Praga se estrenó en 1794. La obra fue todo un hit, con 136 presentaciones, y la canción Soy el sastre Kakadu tiene el carácter de la famosa Der Vogelfänger bin ich ja que canta Papageno en La flauta mágica de Mozart. Beethoven transforma el tema de Müller de manera sorprendente, con una portentosa introducción en sol menor, diez variaciones y una coda.

Texto para la página de la Radio Beethoven, a propósito de una audición de los tríos de Beethoven.

Para escuchar los tríos Op. 97 «Archiduque» y Op. 70 Nº 1 «Fantasma» proponemos una reciente y magnífica grabación, editada por Sony, y a cargo de Jos van Immerseel (piano), Vera Beths (violín) y Anner Bylsma (violonchelo), tocadas con instrumentos de época.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Bartók - Los tres conciertos para piano - Anda - Fricsay (1/5)



Un disco que cambió muchos paradigmas



Cómo empezó todo

Mi amigo y anfitrión del blog, don Fernando G. Toledo, me invitó hace unos días a escribir una nota editorial para un CD de la DGG que recopila célebres grabaciones que hicieron entre 1959 y 1960 dos grandes artistas húngaros: Ferenc Fricsay y Géza Anda, interpretando los tres conciertos para piano y orquesta de Béla Bartók.

Al momento de la invitación don Fernando no tenía idea del enorme impacto que esta encomienda me iba a causar…, sencillamente me invitó a vivir de nuevo una experiencia sonora que marcó indeleblemente mi conocimiento y sensibilidad por la música y en especial, por la música del siglo XX, revisitando un registro sonoro que hacía años no escuchaba, pese a que como verán a lo largo de estas líneas, mucho de los artículos que he escrito acá y en otros blogs hermanos tienen su último fundamento en esta colección de grabaciones históricas.

La historia me hace retroceder a mi infancia, durante los disco-turbulentos años ’60, década durante la cual, pese a las influencias externas del rock y el pop, poco a poco me fui aproximando al maravilloso mundo de la música clásica, en mucho apoyado por el ejemplo y la maravillosa colección de música de mi abuelo Benjamín.

Mi abuelo, afamado doctor en medicina y musicólogo de corazón, llegó a atesorar una colección de más de mil vinilos (muchos de los cuales me los legó en herencia), cientos de cintas magnetofónicas, y, sobre todo, una vida llena de experiencias musicales invaluables, que su profesión y viajes le permitieron. Antes de cumplir mis 10 años, mi abuelo me había dejado explorar de poco a poco su colección y los sábados en la tarde me empezó a entrenar en ese campo, por el módico precio de servir de asistente para las soirées que organizaba en su casa con su grupo de amigos.







Los temas eran variados, pero siempre había algo en común, una abundante colección de bebidas y entremeses, una conversación multi-temática y buena música, ya sea como fondo para la ocasión o como objeto de una audición para el círculo de conocedores. Y en medio de ese crisol de conocimiento, estaba yo, un jovenzuelo que ayudaba a llevar y traer bebidas con el privilegio de sentarme con ellos y escucharlos…, escucharlos y aprender.

En estas soirées, la selección era predominantemente barroca, neoclásica, romántica y alguna incursión a los «modernos» (como los llamaba mi abuelo), que para su gusto eran Sibelius, Mahler y de vez en cuando, su amado Khachaturian, y sus «genios ingleses» Vaughan-Williams y Elgar como los «extremos».

Pese a ello, había una sección de vinilos más amplia con algunas obras de los maestros de la segunda escuela vienesa, más Shostakovich, Stravinsky, Hindemith, Prokofiev y Bartók. Esta sección era rara vez escuchada, porque según mi abuelo eran sobre todo «ruidosos y disonantes, en especial esos Bartók y Prokofiev…, pues ¡cómo alguien puede concebir música para enamorarse de tres naranjas!».

A mis 12 años, nunca había explorado esa sección de su colección, hasta que un día me encontré una serie de vinilos de la afamada colección de Schallplatten (la edición de lujo de la Deutsche Grammophon Geselschaft), que estaban erróneamente en la sección de barrocos. Los lectores que ya peinan muchas canas recordarán que en los años ’50 y principios de los ’60, DGG editaba sus vinilos en primorosos estuches de un cartón de textura de lino, con costuras hechas a mano en hilo color perla. Las portadas eran todas iguales, un fondo color blanco perla con una franja amarilla al centro y los textos en letras elegantes, generalmente con la firma ampliada del compositor de las obras o de los afamados directores o instrumentistas que las interpretaban.

Minimalismo clásico y elegante que desgraciadamente DG abandonó en virtud de portadas más modernas y con fotos de los intérpretes retocadas por la impersonal mano del Photoshop.

Entre esos vinilos (divino tesoro), una carpeta de dos correspondía a la grabación integral de los Conciertos para piano de Bartók, ese «ruidoso y disonante» músico que mi abuelo me había comentado. Con curiosidad, puse en el tocadiscos el vinilo del Segundo Concierto… y ¡zas!, toda la casa se estremeció con esa poderosa e intensa música…, mis abuelos no estaban (no procrearon hijos, tuve el honor de ser su vástago adoptivo) y en la vastedad de la sala, no hubo cristal que no se estremeciese al inicio del tercer movimiento y ese frenético dialogo de timbales y piano.

Al concluir quedé estupefacto… Fue mi primera experiencia en la música del siglo XX. Sin introducción ni explicaciones perdí mi inocencia a las disonancias, sin ningún preámbulo choqué de frente con Bartók. Ese momento marcó mi conciencia de la música para siempre. En cuanto a los interpretes, de Fricsay mi abuelo adoraba su Mozart de y Anda conocía un Schumann fuera de serie… pero de Bartók no conocía absolutamente nada. A la luz de la historia, quizás no pude entrar al fantástico mundo de Bartók de mejor forma que de la mano de dos húngaros que hicieron de la interpretación de estas obras maestras sus banderas, una cúspide interpretativa que difícilmente se haya podido emular en los años actuales.

Mi querido amigo y asiduo colaborador de este blog, Miguel Ángel (El Gato Sierra), exclamó cuando se enteró de que iba emprender esta empresa: «¡Por aquí me enganché de jovencito a Bartók, y todavía sigo en las mismas!».









Bartók y su creación

«El principio básico que me ha guiado en la vida, del cual he estado plenamente consciente desde el mismo momento en que decidí consagrar mi vida a la música, ha sido el ideal de la hermandad entre las personas, hermandad que subyace como la base de las relaciones humanas en medio de cualquier guerra o conflicto..., y por el cual trabajo con todas mis fuerzas para servir y exaltarlo a través de mi creación musical. Es por ese motivo que mi arte no evade ninguna influencia cultural, sea eslovaca, rumana, árabe o de cualquier naturaleza u origen. Lo único importante es que esa fuente de inspiración sea pura, fresca y saludable»

Bela Bartók (1933).



Los visitantes de la casa más famosa del distrito de la Vía Csalán (originalmente la número 27 y más tarde renumerada como la número 29), en las afueras de la ciudad de Buda (parte de la integración metropolitana que conocemos como Budapest), encontrarán en la entrada un libro de anécdotas de Bartók, justo abierto en la página en que se cita esa famosa frase dicha por el compositor justo al cierre del concierto en que estrenó en Alemania su Segundo concierto para Piano. Esa noche fue la última vez que Bartók pisó suelo teutón. Un par de días después, Hitler tomó el poder, y ya conocemos las consecuencias…

Esa casa en la Vía Csalán fue el último hogar que tuvo Bartók en su amada Hungría, antes de exiliarse voluntariamente en el exterior (favor referirse a las notas en el blog de Quinoff a propósito de las circunstancias personales que rodearon ese exilio, enmarcado dentro del proceso creativo del Sexto cuarteto para cuerdas). Ahora es un memorial a la vida del más importante de todos los compositores húngaros: el genial Béla Bartók.

Bartók fue un gran ser humano y (aparte de un gran compositor) un dedicado investigador etnográfico y musical. Se identificaba con la Hungría rural y sus tradiciones, e hizo de su música una constante referencia de inspiración y de citas melódicas, dentro de una genial construcción musical dentro de los más elaborados estándares contrapuntísticos de Bach, una brillante paleta instrumental que recuerda en mucho a Richard Strauss, una expresividad en el piano de altos vuelos, como encontramos en Ravel, y una creatividad rítmica y armónica, como en Stravinsky. Todo ello con un sello expresivo, comunicativo, creativo y musical incomparable y único.

Para entender la vida y obra de este gran maestro, este humilde escribiente considera que es indispensable orientarse a través de la columna vertebral de su obra: sus cuartetos para cuerda (ejemplo…, la referencia recién realizada). A esta tarea dediqué el extenso editorial en tres partes que fue publicado en el blog hermano de Quinoff.

Invito al lector a visitar esta memoria bibliográfica para enmarcar las notas que a continuación intentaré describir.

Los tres conciertos para piano son ante todo, obras «utilitarias», y sirvieron en su momento a un claro propósito: posicionarse y sobrevivir como pianista-concertante-compositor en el escenario europeo de la época, en lo relacionado a los dos primeros, y un legado de sobrevivencia para su esposa en el caso del tercero, ya desterrado Bartók de su adorada Hungría y enfermo terminalmente de leucemia. En este contexto, los cuartetos para cuerda sirven para entender y apreciar el flujo creativo y allí trataré de ubicar a los lectores en las siguientes tres entregas, cada una de ellas dedicada a cada concierto.

Los artículos también contendrán una breve referencia biográfica a los tres ilustres protagonistas de estas maravillosas lecturas, grabadas (como casi todas las grabaciones DGG de la RIAS y Fricsay) en la mítica Jesuskirsche de Berlín entre 1959 y 1960.



Nota: este artículo no ofrece ninguna descarga.







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